I
A veces no existo. Me siento en mi habitación o en lo que queda de ella y está vacía. A oscuras, trato de encontrar algo o a alguien pero no lo consigo. Gritar es un sueño lejano. Intento mover los brazos pero tan sólo veo como se balancean dos cadavéricas ramas de un árbol de invierno que en seguida vuelven a su lugar de origen, haciendo caso omiso de mis órdenes. Después nieva. Nieva mucho. Es entonces cuando sobre mis articulaciones empieza a acumularse cada error y cada paso atrás del pasado hasta que se parten y caen al suelo. Amputado de sueños, viendo como se esfuman definitivamente, me trago los restos de vida que encuentro por allí. Vuelo. Le robo la respiración al tiempo y lo quemo. Me creo invencible por unos minutos que resultan ser horas. Sin embargo después vuelvo a ser el de siempre con menos cartuchos y menos balas que disparar y un poco más inútil. Vuelvo a esa nada tan absorta y tan llena de mierda. Vuelvo a no tener brazos, a ser parte de esa oscuridad tan familiar de mi espacio vital. Vuelvo a dejar de existir un poco, a ser un vegetal. Vuelvo allí donde la vida y la muerte no existen. Los sueños pierden su sentido, pues cuando el tiempo cesa y no hay ni vida que perseguir ni muerte de la que huir pierde todo su sentido luchar por ellos. Pierdo el norte definitivamente. Caigo. Y lo hago con la esperanza de llegar a algún punto en el que el suelo marque la línea entre el principio y el final convertido en un obstáculo estratégicamente colocado. Tal vez notando su manto frío en mi frente resucite. Pero allí no hay suelo y no paro de caer. De repente algo frena mi caída y agarrándome a lo que puedo consigo levantarme. Vuelvo a oír el tic-tac del reloj. Después la música susurra para acompañarle en sus lamentos. Poco a poco vuelvo a recobrar el sentido y a sentir. Consigo abrir los ojos y veo como todo se estremece y se contrae constantemente a mi alrededor, como cuando un cambio está a punto de impregnarlo todo de savia nueva. Incluso el rincón más apartado de mi habitación a vendido su rostro para conseguir fuerzas para renacer. Ya es primavera y huele a leche materna. Veo, merodeando por allí, a más gente que trata de buscarse a sí misma. Otros se suicidan cuando han de salir y hay algunos que simplemente se quedan en la puerta mirando. Estos últimos, al volver al mundo exterior caen por sí solos cuando las moscas empiezan a morder sus excrementos, que aún son aprovechables para esta sociedad tan propicia a dejarse cegar por cualquier mínimo destello de luz que después acaba apagándose con el tiempo, aunque cuando esto sucede allí ya no hay nadie para verlo, pues su luz, pese a ser mínima, es suficiente para cegar a quienes jamás la han percibido antes.
II
Si no estuviera aquí ahora, si el destino no me hubiera marcado la pauta que ha decidido marcarme, sería uno más. Para bien o para mal, pero sería uno más de esos que se han resignado a pasar por la vida de forma indiferente sin cambiar su significado después de entenderlo y dominarlo. Sería uno más de esos que creen tenerlo todo claro, que miran con temor y rabia a los que de verdad quieren expandirse, que se reprimen y se conforman sin darse cuenta de que lo están haciendo o aceptando resignados que así sea. Sería uno más de los que han interiorizado las normas y los valores de un determinado sector de la sociedad muy concreto que se ha encargado de convertir sus ideas en universales. Si no estuviera aquí ahora no hubiera apreciado ninguno de esos sentimientos de los que algunos hablan desde sus prismáticos, ni sentiría esa plenitud de hormigón convertida en cartón después. Si las causas no hubieran existido tal vez sería uno más, más feliz quizás, pues no me hubiera crujido tanto la cabeza y tendría más húmedo el corazón. Pero sería uno de ellos. Sonreiría cuando hay que sonreír. Me disgustaría cuando disgustarse sea una moda rompedora e innovadora. Soñaría mi vida creyéndome parte de ese sueño y tendría el peor despertar imaginable. Jamás sentiría estallar mi cerebro en mil pedazos en medio de los charcos de la nostalgia ni sería prisionero de un bombear acelerado. Jamás moriría, pues tampoco hubiera habido en mí vida que extinguir. Viviría en su ambiente, contagiado de esa enfermedad que padecen. Demonizaría a quienes huyeron de allí sabiendo que en el fondo lo que me corroería por dentro serían el odio y la envidia hacia los que fueron capaces de encontrar las llaves de las esposas que a mí me hubieran atado.
III
A cada paso que daba me decía que parara. El afecto de un día se moría y revivía y pasé a ser el antagonista de una historia caduca y sin audiencia, y ahora mendigo ante los ojos de todos, al no querer ser despertadas las apologías. La vida transcurría a su ritmo y por circuito cerrado, sin desbocar su cauce hacia otros lugares. Decidí cortar con las raíces. Se me insinuó el edén de nuevo pero evité ser conquistado. Ahora escribo esta historia finisecular que pronto dejará de aguantarse y caerá por su propio peso, pues está compuesta tan sólo de garabatos que se perderán en el olvido y en la indiferencia cuano sean atraídos como si estos tuvieran un imán. Mis palabras perderán su efecto lenitivo y mi discurso será más mundano que nunca. Nadie tendrá la culpa de haber nutrido ni de haber creado algo tan ordinario. Me acabarán convenciendo para que siga siendo un reaccionario ante las nuevas ideas que pretenderán imponerse y seré el único seguidor de un sueño utópico que estará un tiempo al alcance y que acabará perdiéndose en cualquier reflexión cobarde. Fracasarán los intentos de adentrarme en la tangente del asunto. Se acabarán truncando los planes de seguir malgastando la retina escondiéndola tras ese manto invernal. Me dedicaré a andar con veinte cristales rotos en la mano después de ver los detalles del entramado.
IV
Hubo un momento en el que dudó. No sabía cómo reaccionar. El cambio siempre se plantea después de que un nuevo ímpetu surja con fuerza. Después del tambaleo inicial, sin embargo, se convierte en contenible y llevadero por muchas ráfagas esporádicas que tenga. Así fue como pudo seguir parpadeando, aunque a veces dejaba de hacerlo de nuevo y cuando se conseguía dar cuenta le ponía remedio al instante. Las incontinencias de pensamiento siguieron ahí pero la estabilidad no se dejó vencer fácilmente. Las inconexas frases muertas que de ahí surgieron respiraron aliviadas al haber visto la luz, sin ser conscientes del riesgo que corrían al estar expuestas a cualquier mano juguetona que partiera en dos su mundo y después dividiera cada una de sus partes en más hasta reducirlo todo a pequeñas cenizas llenas de nada. Pero no, no tendrán esa suerte. Para bien o para mal sobrevivirán y las puertas de retinas ajenas se abrirán para ellas y penetrarán en sus poseedores para incrustarse en algún recóndito rincón de su memoria. Lástima que la fuerza del presente no sirva para convertir la vergüenza y la voluntad de corrección en inexistencia.
V
Espectativas y decepciones entrecruzan sus miradas y chocan sus puños en busca de un duelo que está por llegar. Yo me limito a mirar atónito al frente, donde el objeto aparece en ocasiones saludando a los presentes. Luego pasa de largo como en Bienvenido Mr. Marshall y todo sigue su curso como si nada, aunque con algo más de incoherencia como acostumbra a suceder en estas ocasiones. Los pretéritos se convierten por unos momentos en ofuscados presentes que pronto vuelven a hablar del pasado y el futuro. Es un ciclo constante pero irregular que nunca sabe a qué pilar agarrarse ni hacia qué lado del triángulo volcarse. A veces trato de ponerle remedio a tanto murmullo con sueños de plástico. Después ando adormilado y medio perdido unos días tratando de recomponerme pieza a pieza conforme vuelvo atrás y me las voy encontrando. Todo forma parte de un extraño suceso que a todos nos inunda, aunque yo sé que acabaré antes que la mayoría porque presioné demasiado pronto el botón rojo que dio inicio a todo. Busqué precedentes y encontré 30 años de desgracias y poco más, pues no pudieron más. Conocí así mi destino. Aún sin saber qué pasará, tengo la certeza del camino y el lugar dónde acabará. Una idea que causa cierto temor en los que aún no se han desnudado y han comprendido que si llevamos ropa es por el frío reconvertido en temor a ser vistos tal y como somos, pero que si ambas cosas no existieran no haría falta llevarla. Cargaré conmigo el peso, o en el recuerdo de lo que fui, de pertenecer al club de los odiados, desgraciados y cobardes. Ojalá alguien entendiera que el amor a la vida está por encima de todo y que quien decide girarle la espalda no la está despreciando, sino que considera que sus ojos no merecen mirarla más.
VI
Elegí el camino equivocado. En su día me pareció el mejor, pues era mi camino. Tenía mi nombre escrito. Pero me he dado cuenta de que no, aunque ya es demasiado tarde y no hay forma de volver atrás. Busqué alguna manera de salir de aquí pero no la encontré. Traté de buscar en mi pasado algún dato que me sirviera de algo pero no hallé nada, tan sólo hechos que envenenaron más y más mi futuro, mi presente actual, que me convirtieron en lo que soy. Ahora lo he perdido todo. La diferencia con entonces es que lo he asumido y sé que ya no tengo a nadie a quien arrastrar, a a nadie que corra el riesgo de saltar por mí a ningún abismo para evitar que lo haga yo y me deje a mí al borde, con millones de remordimientos y arrepentimientos. Ahora estoy al margen, ya no soy una pieza del juego. Sigo aferrado a mi inaccesibilidad pues es lo único que me queda. A veces el in- trata de escapar y en ocasiones casi lo consigue, pero luego vuelve con el rabo entre las piernas y me duele ver su cara de decepción. Lo tranquilizo con un "lo has intentado" que esconde más dolor del que piensa y todo sigue igual después. Jamás podré dejarlo marchar. Será así como seguiré, aquí, en este camino que cada vez se llena más de sombras y es menos transitado, esperando una decisión que se retrasa porque quizás aún haya demasiados asuntos que resolver. Sé que, aunque me equivoqué al escoger, no tuve opción, pues ese camini era yo mismo y por mucho que me hubiera resistido hubiera acabado aquí, exactamente en el mismo punto en el que estoy ahora. En el fondo lo he sabido desde siempre. Tan sólo me queda ya seguir eliminando acorde a acorde esa maldita melodía que no deja de sonar en mi cabeza. Cuando ya sólo sea un vago susurro prácticamente inaudible se habrán terminado mis problemas.
VII
Enredado en un pensamiento lejano, resurjo de nuevo en una espiral de verborrea que ametralla mi mente y causa demasiadas ojeras. Revivo, supongo, más no lo sé con certeza porque me cuesta oír mi latir. Las evidencias sobran mas lo evidente nunca es suficiente y siempre hay algo que hace que se me escape de las manos. Como buen humano pienso entre comillas y sé del constante cambio de mi pensamiento. Apreciación y comprensión nunca van de la mano y siempre falta uno al que el otro no deja de buscar constantemente, pero jamás se produce la conjunción adecuada porque la exigencia sólo es un mito como los muchos que hay y nadie la sabe utilizar a la hora de la verdad. Su ausencia siempre deja un hueco que no soy capaz de rellenar. Que alguien extinga tanta palabrería inmunda que no sirve de nada. Nunca es suficiente. Siempre vuelve la necesidad de hacer que las palabras se desplomen bajo el ritmo de un bolígrafo recién despertado. ¿Cómo sabes que te están hablando a ti cuando no te miran a los ojos?
VIII
Con media alpargata rota andé y andé, apelando al derecho de andar por andar sin destino claro o sin destino confesado, pues uno nunca anda sin un fin concreto y, si lo hace, es durante poco tiempo o por subnormalidad mental. El cierre de la desembocadura de los ríos de tinta me perjudicó durante una época porque desde siempre supe que era lo único que tenía, y mis versos decasílabos perdieron el poco sentido que un día tuvieron. Despenalicé a quiénes intervinieron en ello, pues estaba escrito que iríamos de la mano a nuestro propio final. Encargué varias raciones para una noche que se presentó, de repente y por varios motivos, como la noche del juicio final y, sin oponerme del todo a lo que estaba en mi contra, me convertí en gas y me expandí por todas partes, haraganeando y desperdiciando oportunidades de invisible materia. Algunos, amputados de hipófisis, jamás me entendieron, pero tampoco supieron nunca en qué ridículas tareas habían desperdiciado su vida a base de falsas coartadas. Ladeé como pude cordilleras y montañas y me mantuve al margen de ridículos intercambios sapiensales a los que ya me había sometido en su día y de los que ya no tenía nada que aprender. Vi de lejos actos multitudinarios a los que ya no estaba invitado, pues mi vida ya no era digna y me había ganado fama de borde y frío. Desconociendo qué relación tenía esa fama con la realidad, escribí mi nombre allí donde siempre podría verlo, pero no ese que ingeniaron cuatro pezones, sino ese que encontré cuando aprendí que cerrar los ojos es la mejor manera de aprender a abrirlos. Paraíso e infierno fueron dos palabras que empezaron a entablar una relación intensa que me hizo caer y levantarme en demasiadas ocasiones hasta hacerme abrazar a la indiferencia. La realeza habia decidido echarnos de sus tierras y, aunque sabíamos que no éramos los culpables, no vimos la manera de ponerle remedio. Sabía también que mientras yo ya había desistido, aún veía mi relumbrón cuando cerraba los ojos para no pensar. Intentaba controlar los ruidos de su cabeza y se desesperaba cuando las flechas desviaban su dirección hacia las sombras, pues no le resultaban desconocidas. Allí ya había estado aunque le costara recordarlo y, aunque siempre había huído de tambaleos extraños, sentía una necesidad que quiso frenar y aún no sé si pudo. La elipsis me permitió a mí suplicarle que no se callara, que siguiera hablando para siempre auqnue fuera con los ojos cerrados o con una vida falta de sentido. Que siguiera hablando porque, aunque andaba sordo de tanto ruido, aún recordaba el sonido y sabía intuírlo, y quizás alguan combinación desconocida de palabras podría ser capaz de hacerme sentir otra vez. Le pedí que no se callara porque entonces serían dos los fallecidos y una la causa perdida y una derrota así violaría el único derecho que aún había sido capaz de permanecer intacto.
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