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viernes, 29 de abril de 2011

TRES ADJETIVOS, TRES DIMENSIONES

PREOCUPANTE



Desde que elegí enamorarme del fútbol o el fútbol decidió enamorarme a mí, hace ya unos cuantos años, varios indicios acabaron llevándome a conclusiones que a día de hoy aún mantengo firmes en mi pensamiento. Entendí que lo que le da sentido a este deporte, aquello que lo convierte en diferente es la capacidad de algunos jugadores para convertir la rebeldía solitaria del balón en una sumisión absoluta, gracias a una capacidad increíble para dominarlo y para otorgarle algo que sólo ellos poseen y que hace que cobre vida propia. Tuve claro, también, que a aquéllos que consideraban mezquinos a los aficionados al fútbol por estar 90 minutos delante de la televisión "viendo a 11 tontos dándole patadas a una pelota", se les escapaba el enigmático secreto de este deporte y todo lo que le rodea. Entendí, también, que el fútbol, para bien o para mál, traspasaba la línea de lo deportivo porque históricamente la afición a un equipo o a otro ha tenido consecuencias que han ido más allá de lo simplemente lúdico. También me enseñó la historia que de nada sirve presumir de señorío cuando el pasado indica lo contrario, por muchos títulos vacíos de los que se puedan llenar algunos la boca. Por ese motivo, no tuve otra opción que sentir unos colores que defendían una forma de jugar, de hacer y de ser que ningún otro club ha defendido jamás, y que son los que realmente diferencian, a la larga, a unos de otros, y su imagen en el exterior. Mientras absorvía todo eso, curioseando cintas viejas narradas por Lluís Canut, fui consciente del club al que pertenecía, histórica y estratégicamente maltratado con el objetivo de que 'una colla de separatistas' no hicieran sombra al conjunto adalid que un que un día parió la madre patria para iluminar al mundo y llenarlo de grandeza. La historia pronto dejó paso al presente y pude apreciar, y es algo que jamás ha cambiado hasta ahora, que el FC Barcelona, cuando jugaba o trataba de jugar al fútbol, debía luchar contra la fuerza de sus rivales, pero también contra la de los árbitros. Me cuesta recordar algún encuentro en el que no haya salido gravemente perjudicado, y no quiero pecar de poseer una memoria selectiva, pues en otras ocasiones también han sido los árbitros los que han allanado el camino de la victoria al equipo. Aún así, la mente del culé, del aficionado al Barça, y la de los jugadores que han hecho grande a este club, siempre ha sido consciente de esa apreciación y se ha acostumbrado a intentar sobreponerse a ello con un estilo de juego incansable. Cada gol anulado injustamente o cada penalti no pitado eran y son un nuevo reto para seguir atacando para tratar de agujerear la red contraria. Y repito, es algo que no ha dejado de pasar de momento. Desconozco si se debe a estrategias, manipulaciones, presiones o simplemente a la mala preparación de unos árbitros que nunca saben cómo aplicar el reglamento de forma rigurosa, estricta y uniforme. Nunca me ha servido el argumento que atribuye a su humanidad la obligación de disculpar según que equivocaciones. Porque se puede equivocar un jugador, y dar un mal pase, o disparar fuera, o resbalarse un defensa y dejar a su portero solo ante el peligro. Eso forma parte del juego. Pero un árbitro, que ejerce o ha de ejercer de juez regulador imparcial e implacable, y que cuenta con suficiente asistencia como para poder hacerlo de la mejor forma posible, no debería cometer según qué errores de suma gravedad en los que a día de hoy muchos continuan cayendo.

Por ese motivo, es lamentable que, desde que el Barça alzara el vuelo de nuevo hace ya siete años tras su periplo por el mal juego causado por proyectos poco sólidos y malas elecciones y decisiones, volvieran a desempolvarse viejas estrategias de distorsión, disuasión, acusación y ensuciamiento de la imagen del FC Barcelona atribuyéndole un continuo favor de los árbitros realmente inexistente bajo el nombre de "Villarato", cuya base primera, la presunta buena relación del club con el presidente de la Federación y su presunto odio hacia el Real Madrid, quedan bastante en duda con según que imágenes que pueblan las hemerotecas de algunos diarios de la capital. Es decepcionante que un club que, como he dicho, históricamente ha luchado precisamente contra el desacierto del arbitraje nacional, cuyo nivel es realmente bajo y pobre salvo contadas excepciones, sea acusado continuamente desde entonces. La gota que colma todo lo que compone el mosaico de este asunto es lo que descubría Carles Folguera meses atrás en su blog, que el pasado martes recibió un boom de visitas tras el intercambio de declaraciones de Jose Mourinho y Pep Guardiola en el que el técnico catalán acabó haciendo referencia, demostrando un dominio de este deporte y de todo lo que lo rodea impresionante, a un término con el que el periodista afincado en Madrid acuñó a una serie de personajes de la capital: "La Central Lechera". El término va más allá de ser un sinónimo del habitual, "La Caverna", y engloba a una serie de periodistas que no son capaces de concebir un Real Madrid sin Florentino Pérez, de igual forma que el devoto cristiano no es capaz de concebir su religión sin cierto personaje histórico que ha dado algo que hablar a lo largo de los tiempos. Folguera no dio nombres pero algunos han sido más atrevidos y han apuntado, como principales enlaces de Florentino, hacia el recientemente despedido ex-director del diario Marca, Eduardo Inda y hacia Antonio García Ferreras, director de La Sexta. Lo que sí afirmaba el periodista catalán es que, teledirigidos por el Ser Superior, tenían establecido un plan mediático muy concreto que, sumado al fichaje como entrenador de José Mourinho, tenía como objetivo acabar definitivamente con la hegemonía virtual del FC Barcelona en el fútbol europeo. Sus premisas eran claras: insistir con el Villarato, acusando continuamente al club de gozar del favor de los árbitros, acusarlo de practicar dopaje, y por último, si no era suficiente, dejar caer también el puntiagudo tema de la compra de partidos, sombra que empezó a aparecer con fuerza el miércoles en las palabras de Mourinho en su rueda de prensa posterior al partido.


JUSTO



Es sorprendente que el que hace unos años fuera designado como peor árbitro de la Bundesliga, Wolfgang Stark, se erigiera ayer como el primer árbitro justo en mucho tiempo en un partido del Barça, pasándole la mano por encima a undianos, muñices y compañía. Y fue justo porque simplemente se dedicó a dejar que la pelota rodara, con más o menos fluideza, y a penalizar todo aquello que penalizara al propio fútbol y que impidiera su desarrollo, más o menos físico. Porque, aunque como culé, el fútbol que valore sea el de toque, sé apreciar el valor de la estrategia bien hecha, modelo igual de lícito que el anterior. Otra cosa es cuando ese fútbol estratégico trata de sobrepasar los límites de la legalidad y se basa en premeditadas presiones al árbitro en cada acción, en reiteradísimas acciones violentas que rozan lo surreal y demás. Ése, es el antifútbol auténtico, no el estratégico y el que trata de ganarle al Barça esperándole, que de momento sólo le ha funcionado a Mourinho ante el equipo culé cuando el arbitraje le ha permitido desenvolver todas sus armas. Ésa es la respuesta al porqué que ayer buscaba un Mourinho impertinente, más cínico que nunca y ya demasiado desgastado en la rueda de prensa posterior al partido. El árbitro supo gestionar las presiones de los jugadores del Madrid y permitió que el fútbol se practicara. Con eso bastó. Ojalá volviera ese Madrid que nos deslumbró a todos con Zidane y compañía, y viviéramos un auténtico duelo, en el que se enfrentaran dos equipos de verdad, con sus propios estilos y su potencial, y fuera una auténtica fiesta del fútbol, y no tuviéramos que preocuparnos de expulsiones ni de gilipolleces. Ojalá. Porque no nos engañemos, el primero que quiere que el Madrid juegue con 11 todo el partido es el Barça, siempre que se lo merezca, y no Mourinho, para demostrar por qué ha sido el único equipo capaz de conseguir seis títulos en una sola temporada hasta ahora, o por qué en Europa babean cuando oyen el nombre del club y de sus estrellas, totalmente alejadas de cualquier polémica y favoritismo arbitral, ése que tanto cita interesadamente, con cierta amnesia selectiva, el entrenador del Real Madrid.


HUNDIDO


El Mourinho de ayer recordaba al Hitler interpretado por Bruno Ganz que podíamos ver en el film El Hundimiento, ya en sus últimas horas. Era un Mourinho hundido que ha sido incapaz de salir victorioso, de momento, de esta serie de partidos que marcará de por vida a ambos clubes, y más allá de eso, que carece de valor para él, su propia carrera deportiva y su orgullo. Hundido porque su discurso, el de su personaje, ya está agotado y cada vez roza más un cinismo que pronto no se creerá ni el propio madridismo. Pese a todo, la afición aún está volcada con él a muerte. Un ejemplo simple pero preciso es que su fotografía habita los perfiles de muchos madridistas en Facebook. También lo hace la de Guardiola en la afición culé. La diferencia es que los blancos idolatran a alguien que, con su figura, ha sometido al club, a su historia y a su propia afición, mientras que el culé hace lo respectivo con alguien que ha sometido su propia figura y su persona a un club al que ama y a una afición que ha sabido premiar ese hecho.

Y es que a Mourinho lo recibieron como a un Dios. Era la única entidad en el mundo capaz de acabar con el Barça. Por eso asumir la realidad les dolería más que continuar creyendo en él. Lo que no saben es que ni él cree en si mismo. Porque sus palabras dirán e insinuarán lo que él quiera, pero sus ojos no engañan. Es fácil vender un personaje a base de elaborarlo con experiencia y años, pero conseguir que evolucione es otra cosa, y él no lo ha conseguido. Y la 'táctica Mourinho', que le ha servido para convertirse en uno de los mejores técnicos de Europa, ya está agotada. Pero la afición ha vendido su amor por el club y lo ha cambiado por una entrega absoluta e incondicional hacia él. De ahí nace toda la impotencia que a día de hoy jugadores, medios, afición y compañía reconvierten en argumentos vacíos, infundados y de escasa solidez en contra del FC Barcelona. Porque es duro presenciar en primera persona como alguien a quien consideran una deidad, bajado directamente desde los cielos para ofrecerles la salvación y el éxito, no va a conseguir su objetivo. Porque, no nos engañemos, si el FC Barcelona se lleva la Liga ganándosela de esta manera al Real Madrid, en un duelo directo del que ha salido claramente victorioso, y si pasa a la final de la Champions el próximo martes dejando en la cuneta de nuevo al conjunto blanco, habrán fracasado, sea capaz el equipo culé de conseguir después el título en Wembley o no. Sí, habrán conseguido plantarle cara al que para muchos, entre los que me incluyo, es el mejor equipo del mundo, algo que ya tiene mérito teniendo en cuenta la trayectoria merengue durante estos últimos años. Habrán conseguido también una Copa del Rey que, dado el contexto, será la más amarga de su historia por los recuerdos posteriores que la acompañarán. Pero habrán fracasado. Y lo que me produce más curiosidad es que, en lugar de intentar conservar aquello que un día amaron, y que les hizo grandes, ese fútbol poderoso, reconvierten sus argumentos históricos y futbolísticos y la defensa de ese ideal en base a lo que les ha ido dictando el ente intocable portugués, protegido desde la sombra por un Florentino que me preocupa más que nunca. Dudo que el madridista se enamorara de este deporte o de su equipo para tener que tragar ahora con un juego tan pobre e insulso, que se basa en el del eterno rival tratando de encontrar un antídoto que permita vencerlo a cualquier coste. Si el aficionado se enamoró del Real Madrid, lo hizo por jugadores como Di Stéfano, Puskas, Míchel, Butragueño, Zidane, Raúl, Beckham, Figo, Roberto Carlos y demás estrellas que al culé le duele recordar porque sabe que impidieron que nuestra historia fuera más brillante de lo que ha sido. El Madrid, si algo ha demostrado durante el siglo de vida que tiene, es que cuando realmente es grande e imparable, cuando merece de verdad la admiración de todo el aficionado a este deporte, fuera ya de las murallas que protegen el sentimiento hacia un club y hacia unos colores, es cuando se centra en un proyecto deportivo que de verdad apuesta por el fútbol. Por eso, si no zarpan a tiempo y se dan cuenta de que el cinismo de Mourinho está llegando a un límite que lo convertirá en bufón de ese teatro del bueno que tanto le gusta, y no deciden bajarlo del Olimpo a rastras, el Madrid arderá con él. Y el aficionado, ése que está esperando hasta el final y que se resiste a creer que ese Mou del que tan bien le habían hablabado y que tanto les iba a dar no va a responder a las espectativas que rodearon su llegada y su estancia, se encontrará en una situación de desamparo absoluta. Peor aún si siguen dándole la oportunidad a Florentino Pérez de seguir dirigiendo a su antojo el club. Olvidan rápido que se marchó por la puerta de atrás sin más una vez y no se dan cuenta de que está más desgastado de lo que lo estaba Núñez cuando dimitió, salvando las diferencias entre el primero, un auténtico capo del fútbol español, y el segundo, ejemplo claro del papel impotente de la mayoría de los presidentes que el Barça ha tenido a lo largo de los tiempos. Mientras tanto, el fútbol vuelve el sábado en Anoeta y el martes, si el contexto lo permite, seguirá habiendo justicia. Y por mucho que Mourinho haya conseguido que tras la derrota de su equipo tan sólo se hable de él, el Barcelona volvió del Bernabéu con dos goles de un Leo Messi que volvió a ganarse los gestos de rechazo del aficionado merengue en sus celebraciones, propios de la rabia impotente de un madridismo que no quiere reconocer que cada vez se siente más vulnerado y desprotegido por aquellos que teóricamente tendrían que ser la causa y el motivo de unas alegrías que, a este paso, tardarán muchos años en llegar.

Por último, sí que me gustaría agradecerle a Mourinho y a la directiva del Real Madrid el hecho de que hayan calentado tanto estos momentos en los que no se discierne con demasiada claridad si nos encontramos en el post-partido del miércoles o en el pre-partido del martes, pues han acabado con cualquier posibilidad de que el Barça pudiera presentar cualquier pequeño síntoma de relajación o de confianza excesiva tras el buen resultado obtenido en la ida de cara al partido de vuelta, en el que nadie duda que el Real Madrid saldrá a matar. Prepárense para disfrutar del partido definitivo. La historia nos ampara. El presente nos acoge. El futuro nos espera. Dicho esto, perdón por ensuciar de sensacionalismo futbolístico este blog, algo que trato de evitar siempre que puedo, y además, por hacerlo hablando realmente poco de fútbol. Pero era lo que tocaba.

viernes, 15 de abril de 2011

GENEALOGÍA DE LA PALABRA



Antes. Mucho antes de que los astros decidan conjurarse dentro de ese extraño éter en el que flotan ideas, sentimientos, conciencias e inconsciencias, de que se deslice, desde las cuerdas vocales, el flujo que acabará llegando a los labios con el objetivo de arrastrarla hacia fuera. Mucho antes de que éstos se propongan dejar que de ellos brote y cambie el mundo o el mundo la cambie a ella y de que se pierda en un intercambio de preguntas y respuestas, de afirmaciones y negaciones, que acabarán provocando que se diluya en el olvido o que quede desfigurada para siempre. Antes de que haya conseguido cumplir su función y se haya convertido en innecesaria y tan sólo sea recordada como la llave que abrió una puerta cerrada que guardaba largas horas de anhelo, de que vuelva a ser prisionera de otra mente y de que intente volver a luchar por la libertad, y de que vuelva a conseguir desatarse con una nueva forma, con un sentimiento nuevo y un propósito renovado, y explosione de la mano de esa magia de lo repentino. Antes de que todo eso ocurra la palabra ya existe. Quizás aún sea una vaga abstracción sin forma alguna en medio de una galaxia de pensamientos de la que acabará resultando. Quizás su semilla aún se encuentre en el interior de cualquier pupila incapaz de reaccionar y apartar su objetivo de los yacimientos del asombro. Quizás se encuentre dentro de ese murmullo que no deja de retumbar en nuestro interior y que acaba convirtiéndose en el protagonista absoluto del acta cerebral del día o del siglo o tal vez esté escondida en la más remota partícula de una ilusión esquelética, o de un proyecto inacabado, o de uno que ni siquiera ha comenzado aún. Tal vez sólo sea una esencia. La esencia que se esconde tras el sol mientras acaricia el mar, o que flota en el mar cuando acaricia la piel, o debajo de la piel cuando se une a otra, o de ambas ajenas al tiempo y al espacio, unidas en una mirada que nunca termina. Quizás sea la causa de la inquietud de esos ojos que tratan de comprender y que chocan con otros en su búsqueda y se convierten a la profusa religión del sedentarismo, o quizás sea la consecuencia del nomadismo del alma y de su eterna voluntad de llegar a ese lugar dónde poder armarse de valor para plantarle cara a la muerte. Nadie sabe si tras ella está esa sensación imborrable de que algún día todo acabará y ninguna huella quedará de lo que verdaderamente fuimos, de aquello que hizo que vivir fuera algo más que una decisión unilateral del destino de dos ilusos. O puede ser que tan sólo flote por ese ruido que vuelve una y otra vez. Quizás sólo sea esa música que intenta borrar la indiferencia de las salidas de las estaciones de metro, que intenta mostrarle al mundo que hay algo más allá de esas canciones de voces que no comprenden lo que narran, ni narran auténticamente aquello que hay que comprender. Quizás esté en la maldita letra de esa canción que se convierte en un infierno de arenas movedizas cada vez que nuestro dedo índice invoca al masoquismo más profundo dándole a “reproducir”, o su melodía, que evita encarecidamente marcharse. Quizás sea odio. O esa tensión exiliada que ha conseguido volver. Repulsión hacia la lejanía. Anhelo por la cercanía. Lamentos. Sueños incumplidos. O tal vez sólo sea lo único capaz de reconstruir un corazón de cristal, o la única arma capaz de destruir un corazón iluso. Posiblemente sólo sea un sueño cargado de incomprensión y paranoia, de luces y experiencias que florecen de las capas inferiores de nuestra existencia y de las que al despertar tan sólo queda un cementerio lleno de lápidas de recuerdos muertos sin nombre que jamás han existido. Quizás sea ese fin que espera sentado, cigarro en mano, la causa que tanto se está haciendo esperar. Quizás sea la perfección de esa excusa, la idoneidad de ese pretexto, la salida de emergencia, el sudor neurótico del vulnerado o un motivo escondido detrás de un disfraz. Quizás sea la emperadora del país de los prejuicios o la llama de la libertad que todo lo quema, incluso a sí misma. Tal vez sea el alma en ese preciso instante en el que está a punto de escapar quién sabe dónde, o sea ese discurso huérfano, apadrinado por un ideal, o ese ideal cuya deificación banal lo ha condenado a una vida vegetal que ansía la muerte. Quizás, tan sólo quizás, sean esas voces que claman al unísono, que sólo pierden el tiempo, o tal vez sea la convicción de que perder el tiempo precisamente es la única vía para conseguir la fórmula secreta que permitirá vencerlo. Tal vez se encuentre en la sabiduría inconsciente del suicida o en las tertulias inútiles que su muerte generará, que tratarán de comprender inútilmente. Quizás esa palabra, que aún no existe y que carece de ese sonido mediante el que poder despegar al espacio exterior, jamás despliegue sus alas, o lo haga y sea imparable a causa de lo atractivo de su condición. Pero antes, mucho antes de ser extirpada de cualquier boca, de ser abandonada a la intemperie o de ser momificada para que perdure eternamente, esa palabra está ahí, en algún lugar de aquello que nos compone. Está presente, aguardando, y su prematuro latido se intensifica a medida que se reproduce y se divide y va creando una flota incapaz de ser vencida. Su momento llegará cuando esa conjunción de ideas dicte sentencia, una vez se hayan unido o distanciado para siempre, y acabe surgiendo para acabar con el estoicismo de los rostros de las personas en cuyos oídos se depositará lista ya para actuar.
A veces se esconde. Se esconde muy dentro. Nadie la encuentra. Nada la encuentra. Atrás, los tiempos pasados de premeditación, ya desechados, y con ellos la finalidad para la que fue forjada y la lucha contra sus fantasmas. Esperan ahora millones de impertinentes respuestas, capaces de despedazarla y obligarla a recomponerse o morir. Aún así, esa primera palabra se abrirá paso y dejará atrás la condensada capa de inquietudes cargadas de desesperanza. Brotará. Intentará impresionar al mundo, o llenarlo de argumentos vacíos, y estallará en forma de grito buscando el impacto, pero a veces sus intentos son en vano y podría acabar relegándose a ser un anuncio indiferente. Otras veces, se esconde en un susurro cuyo misterio hace que adquiera una fuerza penetrante. Pecando de hipocondría, le invadirá el temor y recordará su alergia al viento, cuya aparición inesperada podría llevársela lejos, robándole su sentido y su cobijo, sin un oído que le abra las puertas de la comprensión, lejos de un tímpano en el que permanecer eternamente. Su mensaje se perderá, como todo aquello que sólo existió en voluntad pero acabó olvidando su fin. Sus ropajes rotos la convertirán en nada por muy intacto que se encuentre su interior. Sólo quedará la fotografía en blanco y negro de lo que fue, y esa fuerza suprema de la que nació. Pero ahora todo eso queda demasiado lejos. Ahora está lista para desencadenar un sinfín de reacciones que tal vez culminen con el levantamiento de una estatua en su homenaje o con el borrado sin piedad de su recuerdo. O quizás sólo ese silencio que todo lo cura y todo lo mata dignifique su presencia. O sea tal vez la mirada de esos ojos que no pasan desapercibidos cuando saben el porqué de sus movimientos. Pero si muere, si esa palabra muere, será recordada como la única deidad que fue capaz de decidir sobre el devenir de la existencia y de cambiarla por completo. La única que pudo encontrar la emoción en la cueva del hieratismo y que supo convencerla para que regresara.
Como un tren de alta velocidad, dejará atrás a sus pasajeros, aquellos que creerán haber encontrado ya su destino. Huirá. Se esfumará. Las que la seguirán no podrán ocultar su envidia, conscientes de que jamás podrán modificar la genética de los recuerdos como ella. La primera palabra andará ya demasiado alejada cuando otra consiga dar un golpe de estado en la conciencia gracias a un instante concreto, y pueda alzar el puño con la fuerza suficiente para ocultar su luz aún presente. En medio de una nube gris cargada de ganas de llover, quizás rompa el silencio el torpe aletear de una palabra nueva que aún no habrá aprendido a nadar entre el canal que une boca y oreja, como si la obra de su predecesora no le hubiera servido de nada. Y correrá. Despavorida, rechazada por la aceptación. Y caerá en las fosas ocultas del arrepentimiento.
Los golpes duelen pero no dejan cicatrices y tratará de reconstruirse. Necesitará ocultarse en su crisálida formada por gestos y tópicos, por miradas perdidas y por sonrisas carentes de fuerza que guardan el misterio de esconder detrás la incapacidad de sentir lo que tratan de manifestar, que tan sólo son un disfraz hecho de nostalgia, escondiendo así el vacío alimentado de ausencia de ruido, propia de esos momentos en los que ya nadie habla y sólo quedan ecos que transitan ingrávidos por algún lugar ilocalizable del recuerdo. Sin embargo, esas sonrisas de cartón darían su vida, esa que ya han aprendido a no valorar, para que ese ruido volviera y siguiera sonando. Darían su vida por saber disfrazarse mejor y poder ser lo que pretenden ser, pues tan sólo les queda el recuerdo de otra época mejor cuyas emociones, cuyos motivos, que sólo a ellas les pertenecen pese a que la incandescente ira de la decepción pretenda aliarse con el olvido para eliminar rastrojo a rastrojo lo que de ellos queda, han sido adaptados. El pasado y su mano invisible las agujerea por dentro, como si millones alfileres fueran perforándolas lentamente, y saltan al precipicio. De ahí surge una copia de lo que un día fueron, sin ese significado que entonces poseyeron. Con su camaleónica nueva forma, recuperan aquella silueta estereotipada, con las alarmas activadas que advertirán de que sus presencias son exigidas en alguna conversación determinada que les importará una puta mierda. Y sonreirán. Aparecerán esas malditas sonrisas forzadas otra vez, que por muy elaboradas que sean no podrán esconder del todo lo que detrás refugian. Los ojos revelarán la historia apócrifa del alma a la mínima oportunidad de la que dispongan y reproducirán una y otra vez esos malditos pensamientos que nacen y mueren y lo llenan todo de ceniza, que se entrelazan y tratan de concluir de alguna manera sin conseguirlo, en su eterna búsqueda de un nuevo titular, de un lema vital que será tatuado en la frente cuando sea hallado, ocupando el vacío del anterior, ya almacenado, y que tendrá el deber de crear las raíces tras el final del presente. Dejará atrás cualquier decadencia del pasado, esos sábados en los que la memoria se marcha de viaje sin saber que está muriendo o de su regreso. Porque siempre vuelve. Siempre lo hace para dar paso a esas decrépitas tardes de domingo, en las que parpadear es un reto, y se encarga de recordar con su ley de sangre quién dicta las reglas. Esas tardes de sueños que van a parar a no sé dónde, de deseos relegados al susurro entre dientes. Pero ese lema, ese nuevo lema, resonará cada vez que aparezca la tentación de volver al barrizal que aún impregna todo de marrón. Y esa sonrisa tan forzada como delatadora desaparecerá. Porque las sonrisas no saben dudar. Porque las sonrisas nunca han podido engañar.
Y entonces ya sólo quedará el final. Aparecerá el silencio. Ese silencio prenatal más propio de aquellos momentos en los que nada fuimos, de los que nada recordamos, que poseen el as debajo de la manga de poder regresar para siempre en cualquier momento, aunque sepan que permanecerán solos en el olvido del desconocimiento, pues sólo existe lo que se recuerda. Quedará sólo esa última palabra. Cuando la primera ya sea tan sólo ese recuerdo cuyos matices se han perdido, surgirá para intentar hacer su aparición estelar. La última palabra, esa que brotará de los resquicios de la histeria ya moldeada y lista para ser expulsada. Esa que hasta entonces habrá yacido en el subterráneo mundo de la verbalización involuntaria, que será encontrada entre los recuerdos y que intentará cazar una nueva respuesta, que apacigüe la intolerancia a la vida, que acaricie con su último sonido la madera de ébano de la puerta de entrada a una nueva coyuntura de intercambio de experiencias, que respondan a una voluntad real de cumplir la promesa firmada al nacer de intentar borrar con prevención, del futuro, cualquier muestra de arrepentimiento por no haber sabido apreciar la propensión a la destrucción de algunas miradas desviadas de su camino que intentan recuperar el instinto de supervivencia, y que se clavan en la baldosa más cercana por miedo a levantarse.