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viernes, 18 de marzo de 2011

TEMPVSCIDIVM


Fulminaría a cualquiera que le dijera que la traición de la aguja de su reloj, causada por la ambición de arañarle dos minutos al tiempo, carece de importancia. Mataría, con esa mirada quieta y silenciosa propia de la candidez típica de su edad, a quien le dijera que no tiene sentido indignarse porque un reloj vaya avanzado dos minutos. Quizás, cuando el tiempo ya le haya borrado cualquier indicio de vitalidad, se abochorne, al reseguir la línea que dejaron sus pasos en su pasado, y la profunda huella que en ocasiones selló su rastro, causada por una estancia demasiado prolongada en ciertos parajes. Y es que si tuviera diez años más, alejaría de su cabeza planteamientos semejantes a los que ahora acechan agujerear su cráneo, y no perdería demasiado tiempo en expandirlos en forma de cábalas sin solución ni consuelo. Tan sólo reajustaría el minutero calcando la hora de cualquier otro reloj que gozara de mayor salud y pasearía su languidez por otros asuntos que no por ser más comunes y trascendentes serían más inquietantes. O quizás, en un acto de gran atrevimiento, viviría calculando esos dos minutos de diferencia constantemente, durante cada acto de su vida en el que su vista requiriera estamparse contra su reloj buscando el consuelo de haber ralentizado sus agujas y haberle ganado la partida. Pero ahora, aunque le abriga la amplitud de la distancia respecto a la soledad del desconsuelo, vive con el pesar de estar anticipándose indebidamente a los hechos, con un miedo al futuro propio de quien aún tiene demasiado que devorarle al presente. Y es que, aunque antes de que se dé cuenta echará de menos esa apacible sensación que tienen los humanos durante su estado embrionario, apenas ha empezado a vivir y algo en su interior ya le grita que cada minuto es lo único que le pertenece. De hecho, pocas veces estará tan seguro de eso como ahora. Con el tiempo aprenderá que poco sabemos de los recuerdos y de la huella que dejan en el núcleo del corazón, y sabrá que acaban convirtiéndonos en una figura invisible paralizada por el miedo a no volver a sentir. Sólo sirven para rellenar las páginas de un libro que jamás será ya releído y que no volverá a sentir el tacto de la tinta si se prescinde de prolongarlo. El pasado posee esa enigmática esencia capaz de paralizar los sentidos para impedirles evolucionar.
Aún no ha aprendido a percibir el acechante tic-tac que a los demás rodea y que rellena gustoso de miedo demoníaco la oscuridad de la noche vacía durante esos momentos en los que el sueño y la vigilia juegan a morderse la cola. Ese tic-tac forma parte de él mismo hoy y le acompaña en la magia de un tiempo que aún no comprende pero que siente arder en su aorta como si lo fuera a diluir en mil partículas en cualquier momento. Hace que sienta la necesidad de arrastrar la cara por cada minuto que ante él se pasea para convertirlo en un recuerdo, tal vez innecesario en su presente, que le acabará resultando imprescindible durante esos días futuros en los que su alma no sepa dónde anclar.
Del futuro poco sabe. No es capaz de imaginar que, más allá del horizonte, existe un mundo que él sólo percibirá, ya adormilando, cuando aquello en lo que se haya convertido se arrastre hacia allí. Porque cuando lo haga, será otra persona, con el mismo mar en los ojos, aunque quizás por entonces el agua se haya comido parte de la playa. Quizás no se parezca en nada a aquel que se encargó de dar origen a las aspiraciones que le llevarán a ser un habitante del futuro. Sabe que la vida es un continuo ahora o nunca, aunque con los años esa seguridad se pierda y sólo quede su tremenda ausencia acompañada de ese vivir para el futuro constante y una visión del presente efímera y segmentada. Acabará dándose cuenta de que muchos se llenan la boca o la piel de palabras vanas y de tinta apologizando a un ‘carpe diem’ vacío que carecerá de sentido en bocas que jamás lo habrán sentido dentro.
Para él, que acaba de abrir los ojos, no existe ningún final, ni una concepción de su futura presencia, aunque algo le diga que se encuentra en una cuenta atrás. Aún está a salvo del miedo, que en él aparecerá, y del comercio de almas al que se dedica. Tiene todo por hacer, por muy reducido que sea su coto de caza. Acabará aprendiendo a aumentar sus dimensiones y a adentrarse en experiencias que ahora relega a la mendicidad a causa de los prejuicios que le han transmitido por el cordón umbilical. Entenderá los elementos que componen la difusa inexistencia tras analizarlos y los incorporará como crea conveniente a su historial vital.
Aún no sabe que poco a poco cambiará, por la propia idiosincrasia de la transmisión de sonrisas de plastidecor, y que dará el paso fundamental, en el que deberá comprar un modelo de vida caduco e incoherente que le llevará a temerle al mismo tic-tac del que antes se apropiaba y de cuya efervescencia se enorgullecía. Le temerá a ese tic-tac que acompañará al deglutir de facturas por parte de su conciencia, y al olor metálico de la sangre que brotará del cajero automático cuando se encapriche con no escupir más billetes. Odiará el tic-tac funesto que sigue a un golpe en la puerta, y el que le acompañará en su posterior arrepentimiento. Lo maldecirá cuando se encuentre escondido detrás del pitido impertinente de un tren o de un claxon de coche. Matará por introducirlo de nuevo en su interior para que lo alimente a él y no al acto final de su existencia. Acabará odiando ese tic-tac incómodo de las funerarias, cuando las pasiones ya han sido vomitadas y quedan de forma residual, y también odiará el dolor que se decida a interrumpirlo. Convivirá, ya al final, con ese tic-tac de nuevo, pero esta vez paralizado en un segundo a merced de la eternidad que ya no tendrá fuerzas ni ganas de prolongarse y dejar paso al siguiente.

Con el tiempo, si no adquiere poderes camaleónicos, sufrirá continuamente el tortazo en la cara de ese tic-tac, y sentirá la rabia que nace de las mejillas cuando se ven magulladas incomprensiblemente una y otra vez. Sólo le quedará saber desglosar la realidad. Así conseguirá que ese tic-tac vuelva a arderle dentro hasta que la muchedumbre encarcelada alce las armas para eliminar todo aquello que lo convierta en diferente a ellos, sin saber que el culpable no es él, sino el hechicero disfrazado de padre que les vendió las armas.

Hoy muchos darían lo que fuera por esa sensación que les han robado sin saber cómo y que les ha convertido en peones de calle cuyo sinsentido vital permanece latente pero escondido en esperanzas de cristal. Siempre nos quedarán los sempiternos descubreaméricas y sus respectivos compramotos que seguirán creyendo que la vida, que tantos millones de páginas ha sido capaz de rellenar aportando nuevos matices en cada una, es esa aburrida mierda que están viviendo. Creerán que es eso. Pero sólo lo creerán. Algún día quizás se den cuenta de que creer no es un buen compañero de vivir, y que si de verdad estuvieran haciéndolo jamás hubieran tenido algo tan claro.

miércoles, 2 de marzo de 2011

RELATIVA FICCIÓN, OFUSCADA IRREALIDAD

 

Dos motivos diferentes o dos fines opuestos, una elección que depende totalmente de la visión de la que proceda el juicio. La diferencia surge de ahí. Las características divinas o satánicas de la que son dotados ambos territorios divididos por la grieta que ella crea son una consecuencia demasiado propia del concepto de humanidad popularmente extendido hoy en día, que desdibuja paradójicamente esa discordancia al arrastrarla a un mismo principio y final. Por muy alejadas que parezcan dos causas contrapuestas, no dejan de anhelar un mismo sueño, pese a que los que las defiendan mantengan semblantes diferentes causados por la forma de luchar, a la intemperie y con las manos llenas de mierda y sangre unos, otros bajo algún manto sacro que los protege a ellos y a su complejo de rey Midas. La diferencia reside en la épica y en poco más, pues el camino seguido no se aleja tanto pese al empeño de esa incrustación de valores que hacemos nuestros por pura admiración, que idealizamos sin saber hasta qué punto nos convienen o los conocemos. Y desaparece, como si supiera que allí no pinta nada, consciente de que jamás ha existido, de que es un invento de los axiones de millones de despiadados hipócritas que no cesan de intentar ajustarse a la silueta estipulada sin preguntarse si es la adecuada. Un cúmulo de vanas ideologías nos arrastra a defender una causa, a admirarla sin darnos cuenta que lo único que hacemos es huir de un pasado marcado por unas experiencias que han decidido invisibilizar el trauma provocado. Esa causa se convierte en nuestro sueño, y como todo sueño, se fundamenta en el anhelo de aquéllo que se resiste a ser conquistado. El error es convertirlo en una nueva cruzada con un dios distinto a quien honrar. Tan sólo se trata de la lucha de la relatividad y el subjetivismo. Y es que al final, cuando nada es un recuerdo y un augurio, un pretérito y un futuro, sólo queda soñar con que la balanza se incline hacia la emisión sin interferencias de radiofonías sintonizadas en algún canal remoto de la falacia pasajera del sentir.

Intentamos no desear querer, o querer no desear, con la impaciencia de quien teme que pedir sea demasiado inoportuno y que carezca de sentido. En manada, nos movemos hacia la posición más seriamente deliberada en un contexto equivocado y buscamos la llegada de victorias y trofeos a nuestro palmarés moral. Un palmarés débil y obsoleto, arcaico y desmantelado que carece ya de pilares sólidos a causa de la nula capacidad de autoanálisis. La ética, la anhelada ética, nos arrastra por el buen camino, derivado del indicado por folletos neojudaicos, impidiéndonos ver qué creemos o queremos en realidad, ni su porqué. Hemos perdido la capacidad de reconocer nuestras propias pulsaciones vitales y nuestra miopía nos impide ver el horizonte en medio de una cosmovisión cuya incorrección reside en el color de la tinta con la que ha sido dibujada.

Se erige como vil villano aquel que antes era un auténtico ejemplo a seguir. Como un criminal sin raciocinio alguno, ni humildad, con complejo de Dios y con un saco repleto de psicopatías. Su comportamiento y su forma de actuar van en contra de cualquier código ético. Mientras, ruedan las peticiones de borrado de esas imágenes junto a él de los archivos fotográficos de algunos medios para que la hipocresía disminuya (levemente, al fin y al cabo). Hasta que la condena pública no se manifiesta, los cortabacalaos saben esconderse en su caparazón.

En esta lucha de intereses que tan sólo pretende encontrar una cierta armonía entre anhelos y resultados, el problema, olvidándonos ya de ética y moral, reside en la anteposición de una de esas armonías por encima de la de millones, por mucho que cuente con los medios suficientes para mantener la situación desigual, si ninguno de esos que se llena la boca defendiendo unos determinados valores que en realidad permanecen en su cónclave oral para ser masticados y tragados, trata de impedirlo. Esa abstracta invención que resuena en los oídos de los que conforman dos visiones del ejercicio del vivir cual sinfonía, el yin y el yang, agoniza al verse reducida a cenizas, mas tiene el consuelo de saber que ha conseguido arder sin ser inflamable, mucho más de lo que podía haber imaginado antes de que los humanos perdiéramos el tiempo en disfrazar causas de justas y admirables.

El interés colectivo mueve a la masa hambrienta de villanos que un día asumieron el papel de líder, sabedores que no eran más que unos actores cuya única función era disfrazar la mano oculta de algo más etéreo que cualquier deidad y más propio de alguna visión paranoica del asunto que no deja de tener nombres y apellidos. Es incuestionable que su energía locomotora es admirable. Para mí y para millones de víctimas de la desgracia como yo. Porque por mucha vana palabra, cuestiono cuántos elegirían un camino diferente al tomado por ése que parece surgido del antiguo Força Barça de Alfons Arús. Lo único que nos o los diferencia de él es sólo el contexto y algunas determinadas elecciones y una cuestión física de posicionamiento de entes.

La representatividad vuelve a aparecer una vez más como ridícula y caduca, al menos en su rol actual, pero se sigue escondiendo detrás de problemas que parecen puntuales y residuales, apartados y aislados entre sí, consiguiendo convertir en genocidas a sus víctimas, cuando los hilos tan sólo los mueve ella. Acabará cediendo, como un ladrón de bancos, entregando al rehén de turno, guardándose en la manga los secretos del poder que le permite seguir escondida, invisible y anónima, y seguirá causando esa extraña grieta en el gaznate propia de cuando no aparece la forma de remontar un camino al final del cual se halla la causa primera. Más dramático aún es mantener la aprobación hacia la cada vez más incesante constancia de la prohibición. Conducimos por una carretera y de montaña y, por mucho que nos sea señalizada la posible caía de piedras y rocas, creemos que no lo harán a nuestro paso. Leyes que prometen un bien final no dejan de aparecer y esa época mejor que ha de llegar jamás lo hace, mientras la gaviota sobrevuela la Península ya en solitario con un cargamento de leyes de otro color pero con el mismo problemático trasfondo, prometiendo devolvernos lo que nos han quitado.


No está en mi poder saber si existe algún tipo de energía que regule los desbarajustes que surgen con el tiempo. La naturaleza, según dicen, es sabia y se encarga de eso, pero sería una ridícula forma de tirar de tópico admitirlo, o una excusa más para buscar sucesores o antecesores del mesías de turno. Otros hablan de karma pero tampoco pretendo hacer alusión a conceptos que me quedan grandes para dármelas de profundo conocedor de la cultura oriental y sonar un poco más exótico. Lo que sí que está claro es que lentamente se van encaminando los humanos, pese a las barreras que en su mente hay, hacia un planteamiento que les devolverá al camino correcto después de muchos siglos. Pronto ya nadie considerará como suyo lo que no lo es y cesarán las peleas por identidades que jamás hallarán, pues se habrá difuminado ya lo propio y lo ajeno en medio de esta interconexión que vivimos. La única alternativa, la última opción, será defender los colores de la propia patria, pero de la propia de verdad. Regresará la humanidad, escapando de su definición paternalista o filial, sin obstáculos que la frenen, ni tampoco miedos ni cobardías. La evolución, al fin y al cabo, se ha basado en eso y ha convertido el mundo en un vertedero lleno de moscas. Los instintos, algo que un animal jamás olvida por mucho que con los siglos haya aprendido a leer y a escribir, y que han sido exterminados, desapareciendo a su vez lo poco que nos conectaba al núcleo de este planeta, acabarán regresando en su dosis adecuada.
Desconozco si junto a ellos volverán los sueños, en busca y captura. Consiguieron fugarse junto a nuestras cuerdas vocales hace ya tiempo y provocaron que asumiéramos nuestro papel de atletas de una carrera de obstáculos seguros de estar capacitados para saltarlos una y otra vez sin cesar. Nadie recuerda que estamos aquí por otro motivo escondido detrás de tanta absurda complejidad, que más allá de nuestras pupilas no hay nada, pues la realidad es un ejercicio de introspección, una evidencia, una señal de retorno que ha de obligarnos a mirar hacia dentro y no hacia fuera. La unión no siempre crea al individuo. El individuo toma forma cuando consigue aislar la incógnita de la ecuación que lo compone. Sólo así consigue resolverla. Lo demás son bonitos discursos cuya belleza se basa en evocar conceptos que todos tenemos en la retaguardia propios de esa lista de palabras que suenan bien porque se las hemos sentido a no sé quién en la tele o las hemos leído en algún libro convertido en incunable para nosotros. La colectivización absoluta del individuo pues, es una vía más, pero no la única. Es el el anhelo de una generación que continúa odiándose a sí misma por haber estropeado el sueño de sus padres y haberlo convertido en la pesadilla de sus hijos.