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jueves, 9 de diciembre de 2010

NASCERE LIBERO, MORIRE LIBERO


Libertad: Ocho letras que se deshacen, que se difuminan más y más a medida que mi vista se va concentrando en ellas conforme mis pupilas, repletas de la curiosidad y la voluntad que surgen del autoanálisis, van formando un río que recorre la tinta que las compone hasta ser conducida mi mente a una abstracción absoluta que la lleva a transitar por mi interior, localizando, al final del viaje, ese punto en mi corazón que se estremece al ansiar materializar el concepto al que evocan. Es entonces cuando intento que penetre en cada poro de mi cuerpo toda connotación que se relacione con ella y que, al respirar hondo, no sea ya oxígeno lo que respire, sino el aire que nace de la autodeterminación vital.

Hallar la libertad significa deshacer cada alfiler que se encuentra clavado en mi mente desde mi nacimiento, cuestionar por qué se encuentra ahí incrustado y tener la opción de decidir si lo idóneo es que continúe ahí. Y al final del viaje, tener el poder de actuar sin responder ante nada ni nadie, con la seguridad de que lo que hago nace de la coherencia y de decisiones bien maduradas. Es entonces cuando podrán ser eliminadas las barreras, las cargas que me fueron impuestas un día, si esa es mi voluntad final, o podrán seguir ahí, pero siempre cuestionándome su porqué. Su búsqueda da sentido a mi vida junto a la consecución de la felicidad, siendo un punto cardinal de mi brújula vital.

Sé que la conclusión, al final del camino, será negativa. Jamás la encontraré, pero no tendré otro remedio que pasarme la vida intentándolo. Es algo innato, pues se trata de la búsqueda de aquello de lo que procedo, de algo de lo que ya dispuse antes de existir incluso. Fui libre antes de tomar forma en un cuerpo de humano, antes de materializarme. Formó parte de mí pero la perdí tan rápido que necesito volverla a experimentar. Y ahora está en mi subconsciente, destrozando todo lo que encuentra a su paso con la ira del encarcelado inocente, mordiendo con las muelas del juicio los barrotes que le impiden liberarse.

Y es que soy fruto de la libertad, y como causa primera de mi existencia le debo la consecuencia de todo acto que lleve a cabo. Procedo de la libertad de esos espermatozoides que viajaron en manada en la conquista de un óvulo y que gozaron de un efímero viaje en el que absorbieron la libertad a bocados en su transitar por la matriz femenina hasta que el más listo de la clase, en el orgasmo de esa libertad, justo antes de que esta se diluyera, llegó a su objetivo. El único espermatozoide que pudo cumplir con éxito su misión y que se deshizo de la agonía de la inexistencia con suma agilidad sacrificó su autonomía para contribuir a mi engendramiento. Y es que ese espermatozoide vencedor y el óvulo fecundado pactaron perderla para unirse por el bien de un objetivo superior a cualquier otra cosa: la vida. Conscientes de la gran merma que supondría este acto se fusionaron por algo que estaba más allá de su poder de decisión. Y de ahí nací yo, y fue entonces cuando entré en acción, como ser nulo y etéreo, plenamente dependiente de esa cuerda que nos sostiene a todos a la vida durante nueve meses. La libertad se vio ahogada en el líquido amniótico de mi placenta materna y se dedicó a vagabundear cadavérica por allí, como un concepto ya olvidado e inerte, como un recuerdo que almacenas en una caja que acaba llena de polvo en el almacén de las nostalgias agrietadas.


En ese contexto me formé y, a los nueve meses, traté de recuperar la libertad descendiendo por el tobogán de la vida, en un acto en el que florecieron mis ansias olvidadas. Volví a ser libre e independiente, desconocedor de lo efímero de mi sentir, pues a la mínima que me confié, cuando creía que sería algo definitivo, al haber absorvido ya la luz que había al final del túnel, cuando estaba bañándome ya en el barro de la vida, me encontré envuelto en unas manos que insistían en sostenerme y en demostrarme que estaba equivocado, que no era libre y que sólo podría sobrevivir si seguían sosteniéndome. Y, antes de tener tiempo para asimilarlo, desgarrando las cuerdas vocales pariendo un llanto iracundo y desconsolado que sólo buscaba comprender, me vi conectado al saliente de la vida con la inmovilidad como único quehacer, pues fue mi condena y mi remedio. Pero la melancolía ya había nacido por entonces y supo ser paciente sujetando el recuerdo de la libertad pretérita, manteniendo su semilla en mí. Crecí viendo como despertaba cada vez más en mí esa ansia. Empecé a levantar el cuello cuando apenas podía moverme para mirar lo que me rodeaba y empezar a analizarlo, harto de ver tan sólo lo que me estaba permitido. Empecé a moverme, a desenvolverme libremente, gateé y mis piernas empezaron a guiar mi devenir. Más la represión siguió ahí, saltando de mi mano izquierda a mi mano derecha, aprisionado en otras manos más grandes que se creían con capacidad para saberme guiar. Pero con la mano que conseguía conservar libre empecé a palpar la textura del aire. Y me enamoré. Después esta fue liberada también, o la represión disminuyó cuando la permisividad hizo acto de presencia, tan sólo viendo comido su territorio cuando según qué situaciones para las que supuestamente no estaba preparado se daban.

Y conforme mi psique y mi físico siguieron creciendo, lo hizo también la pretensión de hallar más libertad, mas esta se vio en peligro con la aparición de según qué obstáculos que el camino se encarga de colocar estratégicamente. De repente, sin comerlo ni beberlo y sin la dosis necesaria de conciencia para desearlo, me vi inmerso en un sistema que me reprimía, que apagaba mis necesidades por un supuesto buen motivo que yo no lograba comprender, para inyectar en mí educación y valores morales, para crear mi yo del futuro. Con el tiempo llegué a la conclusión de que esa inyección era necesaria en mayor o menor medida, como cualquiera que me pudieron poner para prevenir enfermedades varias, pero en ese momento no tuve la mentalidad necesaria que requería el llegar a la conclusión de que más allá de la libertad reprimida hay algo. Sólo supe notar el dolor del pinchazo, nada más.

Como único objetivo sólo pude marcarme el seguir creciendo y subiendo por la escala educativa, pues cuantas más escaleras tenía que subir para llegar a mis cámaras de gas particulares, de más libertad disponía. Poco a poco fui comiéndole terreno a los dictadores queriendo cada vez más. Empecé a ver que, más allá de la libertad para actuar por la que no cesaba de luchar, existía también la libertad de pensamiento. Era algo que estaba ahí y que me llevaba a hacer lo que hacía, el porqué de todo, pero no había conseguido localizarla. Y fue así como supe ver que toda esa negatividad que se creaba en mí por determinadas decisiones que me privaban de algo por una causa más o menos lícita tenían una causa y un fin. La curiosidad de la que nacían las preguntas incesantes que me inundaron durante épocas más tempranas se volcó en cuestionar entonces todo aquello que había sido implantado en mí y que hasta entonces había absorbido sin ningún tipo de filtro. Mas aún no estaba preparado para sacar conclusiones demasiado firmes, de esas que habrían de guiar el resto de mi vida para construir lentamente mi camino, y escribí panfletos de plastilina que sirvieron para empezar a quitar la niebla de mi camino.

Adrián Vizdomine, mayo 2010

 
Y la libertad aumentó. La empecé a conocer en primera persona, olvidando lo que me habían dicho de ella y sacando mis propias conclusiones. Nuevos actos, nuevas formas de asumirla o evocarla nacieron de mis manos y apologicé sobre ella sin ningún tipo de complejo. Y vi como los de mi alrededor buscaban en la cultura y en la sociedad elementos que les ayudaran a luchar también. Presencié como algunos empezaron a fumar. Así se sentían más mayores, y sentí ese acto como realmente ridículo pues su causa parecía estar escrita en papel de servilleta, pero después entendí que, más allá de lo criticable que puede ser teniendo en cuenta la propia salud, más allá de ser un pasaporte a la muerte, fumar va de la mano de la libertad. Al fin y al cabo, es absorberla. Encender un cigarro es encender la voluntad de luchar por algo más que presientes pero que aún está por llegar. Dejar que penetre en ti el humo, que te inunde hasta que el pecho se estremezca y dejarlo salir, expulsarlo junto a toda la negatividad que se lleva consigo, y ver como lentamente se expande por el azul del cielo y se diluye en él, como tantos sueños de cristal que expiras esas noches en las que dormir es un sueño y los sueños huyen de ti, como las cuentas pendientes que brotan del muerto en su último aliento. Y dejar que la vida siga su curso, disfrutando de ese momento como si te fuera en él la vida. Se trata de metaforizar la libertad. Algo que es capaz de unir al  rico y al pobre, al negro y al blanco, al joven y al moribundo, al gay y al homófobo o al guapo y al estropicio más grande que una determinada combinación de genes se haya propuesto crear tiene que tener algún tinte de libertad, algo más allá de la simple adicción física, de lo políticamente incorrecto.

Y fue entonces cuando, anonadado por la magia del humo, con un pulmón en la mano y con el corazón roto en la otra, escuché esa maldita canción que me invadió hasta tal punto que se formó un discurso bidireccional asombroso en el que parecía estar contándole a tal autor mi vida y él me la decoraba de palabras y de ritmos y me la devolvía para cantármela al oído susurrándome el dolor que nos unía para que se apaciguara. Y me di cuenta de que libertad también era música. Las melodías de la libertad, de la evasión, de las situaciones en las que sólo estoy yo, mi pensamiento y mis ganas de volar, y mi dolor a flor de piel, y mi felicidad aún por llegar...

De su mano apareció la lectura y las palabras rotas que todo lo unen, las palabras unidas que todo lo rompen, las frases que estremecen, los textos que adelgazan las ganas de proliferar en otros modos de vida que se olvidan del complemento del nombre que precede a la subordinada nominal.

 

Y las siguieron la vestimenta y un sinfín de aspectos más, aunque nunca entendí a quienes la limitaron a una forma de manifestar los grupos de música que idolatraban o su ideología, pues su esencia reside también en esconder y evitar caer en lo aparente y deducible, siempre apelando a la coherencia, claro está. Y otros encontraron en el graffiti y demás elementos de la cultura underground una forma de luchar para que la huella de los de mi generación fuera imborrable, pues para subir el listón de generaciones anteriores. Otros se refugiaron en esas asociaciones encargadas de defender determinadas ideologías y derechos, pero tampoco los entendí, pues encontré su lucha vana e hipócrita porque siempre han caído en el error de encarcelar la libertad en su ideología sin dejar que se abra a otras alternativas.

Y fue así como fui formando un corpus que me llevó a asumir la vital importancia del ego y su vigencia en mí. Los implantes de cianuro consecuencia de la educación me llevaron a cuestionarme determinados valores morales y el significado de los matices de según qué conceptos. Desde pequeño me enseñaron que el egoísmo es malo, que hay que compartir, que hay que defender lo bueno y castigar y rechazar lo malo. Intentaron que perdiera la conciencia de mí mismo, que se viera reducido mi yo, que no fuera el máximo exponente de mi conciencia en el mundo exterior. Pero entendí que si algo se alejaba de lo que debe ser considerado negativo es el egoísmo. Supe apreciar su presencia incuestionable en toda cabeza humana, desde la más altruista a la más narcisista, como algo obligatoriamente innato. Supe ver que lo bueno y lo malo no existen, que todo es subjetivo y depende del juicio de ese ego, y a partir de ahí todo lo que había derivado de la previa catalogación fue corregido. Todo acto pasó a depender del énfasis que le di al ego, por más visible u oculto que fuera su trasfondo, a su poder de absorción, a su necesidad de expandirse e interactuar. Incluso cuando amaba, proceso en el hay un punto de entrega máxima y del propio bienestar, que es entregado en una bandeja de plata a la otra persona, estaba siendo egoísta pues, en la búsqueda de la felicidad propia surge la necesidad de notar el aliento de alguien que encaje con cada tejido de mi cuerpo, que me envuelva. Parece producirse esa entrega desinteresada, ciega y absoluta, pero no deja de ser una entrega que nace del sentimiento hacia esa persona, de un sentimiento propio y de su necesidad por verse correspondido. Si ella no te quiere, no te sirve de nada quererla y acabas olvidándola y, cuando se trata de sentimientos no correspondidos, por mucho que tarde la conclusión en llegar a causa del suero de la esperanza, acabamos forzándonos a olvidar por nuestro propio bien, porque nuestro ego se está resquebrajando y no puede ser bueno.



Llegué también con los años a la conclusión, al permitírmelo el contexto y deshacerme de los prejuicios con habilidad, de que no existía ninguna moralidad. Aquello que intentaron que mi retina rechazara tenía tanto de suculento que, al ser experimentado me permitió llegar a la conclusión de que los prejuicios que no han pasado por el filtro de la experimentación tan sólo sembraban pura mezquindad. Supe apreciar que el consumo de según qué sustancias mal valoradas socialmente y consideradas ilegales estaba demasiado sobreestimado por la gran leyenda acerca del concepto que hay, basada en mitos nacidos en habitaciones cerradas con llave, y que todo formaba parte del gran tiquismiquismo que afecta a la sociedad en la que vivimos actualmente. Siempre supe mantener la supremacía de la propia conciencia, compenetrándola con el punto de libertad mental que determinadas sustancias son capaces de otorgarle. Nunca las convertí en un pilar vital, pues si se hubieran convertido en una prioridad y me hubiera ahogado la necesidad, hubiera ido en contra de mi propia vida y hubiera ido de cabeza a la autodestrucción. Vi el error en aquellos que en su día buscaron la piedra filosofal, pues vivir más no significa alargar la edad humana, sino alargar cada instante al máximo. Y traté de eliminar el prejuicio de que sólo el camino de la pureza física es el válido para ser alguien a quien la sociedad le otorgue la magnífica consideración de “ser de provecho”.

Y después, todos esos elementos encontraron su vía de escape, el cráter por dónde estallar y bañarlo todo cual Edna enfurecido. Porque para encontrar la libertad también hay que expresar la necesidad existente de poseerla y supe que jamás me callaría, que toda palabra que llamara a mi puerta tendría su pequeño renglón en medio de cualquier párrafo perdido para exponer a viva voz su significado.

Pese a todo, supe ver en quienes ya habían andando el pedregal que un día tendría que elegir entre seguir buscando la libertad y luchando por conseguirla, lucha en la cual perdería la vida, o ceder, desistir y quedarme con la parcela de libertad que me fuera otorgada. “A veces hay que elegir y pasarse una vida luchando no es la mejor opción, y adaptarse es ingenioso” -me dije. Porque morir entregado a una causa es de necios. Me creí camaleón y me adapté, creyendo que la sociedad jamás se interpondría de una forma demasiado peligrosa en micamino. Pero cuando vi los tintes burgueses de mi discurso abrí los ojos gracias a la estructura social que tanto acoge a quienes la componen. Y fue así como a leyes que consideraba antidemocráticas como las antidroga, se sumaron la ley que prohíbe las corridas de toros en Cataluña o la próxima ley del tabaco que entrará en vigencia el próximo mes de enero. Porque reitero que un político jamás ha de encaminar a su pueblo, sino que ha de manifestar su deseo directo. Desconozco cuánta gente está a favor de las corridas de toros en Catalunya, pero no son pocos. Que sea una tradición que personalmente considere ridícula y absurda y que creo que está condenada a desaparecer no significa que apoye su prohibición, pues esta tiene tintes dictatoriales desde el momento en que se opone a esa parte de la población. De todos modos, el odio hacia las corridas de toros y derivados, nace del acto egoísta de la empatía, de ver el sufrimiento en los ojos del animal, reflejándonos a nosotros mismos sufriendo si estuviéramos en su lugar. Nada más, no vemos realmente al animal, ni a lo que compone su interior, ni a sus presuntos sentimientos. Todo es fruto de una moralidad excesivamente quisquillosa que se está empezando a imponer, formada por una sensibilidad desmesurada e hipócrita en según qué aspectos. Respecto a la ley antitabaco, y aquí sí que me puedo acoger a estadísticas, pues más de 1.100 millones de personas fuman, desconozco cuántos de ahí son españoles, pero dudo que sean pocos. Hacer una ley que se oponga a ese número de personas es aún más dictatorial, por no hablar del satanismo al que se está relacionando el acto de fumar como si fuera un acto criminal, todo fruto de los estereotipos actuales.

De la misma manera vi otros muchos actos que intentaban impedir la libertad que tratamos de desarrollar. La libertad absoluta de decisión, de disponer, de hacer, de ejercer siempre que no se apele a la incoherencia ni se olvide que el fin es la felicidad. Qué menos, por ejemplo, que poder decidir si abortar o no libremente. No se trata de jugar a ser Dios, porque nadie juega cuando se trata de una vida pero, ¿por qué Dios tiene el poder de acabar con una vida? Se trata de decidir sobre algo que influye exclusivamente a la persona que se ve en esa situación y es tan ilícito acabar con una vida como deteriorar la propia vida por un embarazo o una paternidad no deseados.

Y así fue como seguí forjando el asesinato de ese maldito pinchazo que nace en el pecho cuando sentimos que tratan de desviar nuestra dirección en el camino de la vida con el pretexto de falsas morales y de valores universales que de nada valen cuando es analizada su raíz. Cuando la disponibilidad es absoluta, la libertad deja de ser un sueño para ser una realidad, para tomar forma y cuerpo, para que hinquemos los dientes y las uñas en ella y no nos soltemos jamás a no ser que se nos rompan de las patadas que nos den en la boca y nos quedemos a medio trayecto.


La libertad se expande, se contrae, mas se nota su presencia en el murmullo incesante de las gentes. Del silencio tenebroso de las conciencias calladas surge el impulso de sentir la bocanada libre de ausencia vital. Complacerse del objetivo cumplido, sentir presente lo vivido, eliminar barreras, aplicar quimioterapia a según qué cáncer social. La libertad no calla, resiste sin ser exterminada, como lacra de los que redactaron el discurso, aniquila las espinillas de un mundo reacio a observar. La subjetividad es evidente y el motor vital de cada uno la guía en su camino a seguir. El conformismo hubiera sido una gran opción si no me hubiera sido vetado, si hubiera preferido vivir atado como pájaro enjaulado, como borrego, bien enseñado y educado, amamantado de valores, idolatrado por mentores de la nulidad mental. Se expande, su estela sólo deja un regusto dulce inmejorable, y una sensación incesante de seguridad de un devenir agradable, de certeza de estar guiando bien mi caminar. El triunfo del latir por encima del bombear del tic-tac se erige como realidad. Desaparece, pues, la preocupación, pues el mar está preparado para recibir al vencedor. Desaparecer fue el sueño del fracasado, la pesadilla del triunfador, la última opción del creador.

3 comentarios:

Candela dijo...

Buah

Anónimo dijo...

Pensei que eu ia comentar e dizer pura tema, você fez por si mesmo? É realmente impressionante!

Candela dijo...

cada vez que lo leo.. brutal