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sábado, 25 de diciembre de 2010

CONVERSACIONES DE TREN QUE ROMPEN EL SILENCIO DE LA MONOTONÍA


En el vaivén melancólico del vagón de un tren siempre existe una extraña calma, como si automáticamente todo el que se sube en él y se sienta en cualquier sitio que haya sido desestimado por algún pasajero anterior aceptara dejarse llevar por su mente, como si todas las dudas y remordimientos, todas las esperanzas de futuro y sus problemas no resueltos afloraran en su cabeza justo en el momento en el que se sienta para dejarse llevar a su destino. Los vagones de un tren están llenos de vacío y de silencio, de miradas perdidas, de cansancio, de resignación y de ilusiones nacientes. Algunos aún sacan fuerzas para oponerse a esa ley natural y comparten sus reflexiones con el pasajero de al lado o con el de enfrente, o con quienes le acompañan en su viaje previamente. Las conversaciones de tren tratan de llenar los espacios vacíos que deja el silencio y saben superar el protagonismo que asumen cuando aquellos que son ajenos a ellas desentaponan sus oídos en busca de algo que rompa con la desidia presente. Otros buscan entretenimiento en su ordenador portátil, en la música de su mp3 o en esos diarios de tirada gratuita que piden a gritos un lector, abandonados en cualquier rincón del vagón. También hay algunos que, buscando callar los ruidos de su cabeza, deciden entregarse al sueño.

Pero como siempre sucede, la calma se ve rota por algo que no encaja en una determinada calma. A veces es alguien cantando o tocando cualquier instrumento. Otras, los vigilantes poniendo orden o cualquier persona que no tiene suficiente con escuchar la música de su móvil y necesita que todo el vagón también sea partícipe de ello. Pero esta vez es otro hecho el que rompe con la monotonía del vagón. En la parada de Sant Quirze del tren con trayecto Plaça Catalunya – Sabadell Rambla se sube. En su rostro se percibe algo que lo hace diferente a los demás. No está allí porque tenga que llegar a algún sitio y eso le hace transmitir un nerviosismo extraño. Se queda de pie, apoyado justo al lado de la puerta. Mira a todo el mundo con la mirada de quien pide clemencia. Se empieza a mover por el pasillo, de un lado a otro y vuelve a su posición inicial. De repente se sitúa en el centro y empieza a hablar en voz alta. Expone su situación. Es pobre. Tiene dos hijos y no encuentra ninguna forma de ganar dinero para alimentarlos. Pide excusas y admite que se siente avergonzado por tener que caer en algo tan ridículo como pedir caridad. Pero es su último recurso. La gente lo mira con indiferencia forzada, con piedad, con lástima. Otra gente no lo mira para intentar no sentir lástima ni tener remordimientos al no darle dinero. Él empieza a andar por el vagón parándose en cada persona que parece dispuesta a atenuar su necesidad económica. Agradecido, entrega un paquete de pañuelos a todo aquel que se apiada a él. Si discurso ha resultado convincente, pues gran parte de los pasajeros le ayuda. Una vez finalizada la recogida de dinero, se despide y se baja en la siguiente estación. El silencio vuelve a ser el protagonista del trayecto.

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