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sábado, 18 de diciembre de 2010

MUEREN



Mueren. Mueren los hombres que un día malgastaron la esperanza que fueron capaces de materializar y ahora no asumen el papel secundario al que se han visto relegados. Mueren los olvidos en ser evocado el presentimiento de un final inesperado mientras nacen los recuerdos de los sinsabores mustios de una época venidera que humedece la punta de las uñas de los dedos de sus pies. Cae la victoria en una sopa de letras en la que se acaba diluyendo, pues se lee en la caras de los caídos que han sido vencidos por el final de los finales y la disolución del último de sus alientos vitales ya es un hecho. Pausados, los restos de amores invernales, de amores fraternales y paternales, yacen en una atemporalidad que les llevará a perder cualquier resto de vida.

Mueren. Mueren y veo como lo hacen lentamente, uno a uno. Mueren aniquilados por la conciencia los caballeros vestidos de ese blanco indiferente que baña sus vidas, con esa satisfacción de cartón a la que se agarrarán cuando ya no vuelvan a poder abrir los ojos más.

Se pierden. Se destruyen los últimos átomos de vida de los cuerpos que un día le gritaron al vivir, de aquellos que supieron entenderla y supieron mostrarle al mundo lo que veían. Desaparecen los que fotografiaron al dolor con una cámara sumergible, los que un día perdieron el norte y aún vivían con la fe inocente de encontrarlo. Ahora sólo queda el eco del desgarre de sus voces aquí apoyado, escurriéndose por mis oídos.

Mueren los sueños. Mueren cuando se rompe el vaso que los contenía y empapan a su paso la mesa, el suelo y las cortinas nuevas. Mueren cuando ya no queda nada ni nadie que los sujete, y se pierden en algún lugar de esa tal atmósfera de la que hablan algunos que ya no se ve con fuerzas de envolvernos. Mueren y nadie se volverá a acordar de ellos, pues nunca existieron, tan sólo fueron algo imperceptible que les marcó la vida, pero que la vida no supo plasmar en la realidad exterior. Muere así la voluntad de resucitar el agitar de un parpadeo que ya ha cesado.

Muere el amor o como quiera llamarse ahora. Muere cuando le pueden las prisas, cuando necesita aumentar la dosis y un tropiezo le parte en dos la cabeza, cuando arde tan alto su llama que su único incentivo después es apagarse. Muere cuando esa última palabra ya no tiene sentido porque no están allí los ojos que han de darse cuenta de cómo se mueven los labios que la pronuncian, ni están allí los oídos que han de ordenarle al cerebro que mande erizar cada uno de los pelos de la propia piel. Muere cuando desperdiciamos esa posibilidad de cruzar nuestras miradas y perdemos el tiempo haciendo que nuestras pupilas divaguen por un cosmos sin sentido.

Mueren las personas y, con ellas, sus recuerdos, lo que sintieron, sus pensamientos, sus complejos y sus ecos, lo que fueron. Tan sólo quedan sus mal contados méritos, un expediente lleno de polvo, cuatro libros que no dicen ni la mitad de lo que quisieron decir, veinte canciones sin voz que las cante, cuatro susurros que dicen que dijo que dijeron y alguna verdad que tal vez nadie quiso escuchar. Todo lo demás muere. De lo que fue no quedará nada y su huella se borrará con la siguiente tempestad. Vendrán otros bastardos que se creerán dioses y descubrirán América una vez más con sus poemas de callejón y su falso underground, desconociendo que otros ya cantaron una vez esas mismas canciones, ya pararon el tiempo con sus voces pronunciando esas letras. No sabrán que otros ya sintieron lo que ellos ahora sienten y que por mucho que lo intentaron no pudieron mantener la boca cerrada, pues si lo hubieran hecho les hubiera estallado el pecho.

Y yo sigo aquí impasible, viendo como más allá de esa maldita muralla no hay nada más. Consciente de que cuando querer y poder se unan y mire atrás de reojo ya la habré dejado olvidada en algún punto remoto de mi pasado y no podré volver donde estoy ahora. Tan sólo si consigo sujetar entre mi mano lo que soy algún día vuelva a encontrar el camino. Pero ahora no veo más allá de esos ladrillos que hay al fondo y lo único que puedo hacer es sentirme satisfecho de no haber caído, de momento, en ninguna trampa del destino.

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