Antes. Mucho antes de que los astros decidan conjurarse dentro de ese extraño éter en el que flotan ideas, sentimientos, conciencias e inconsciencias, de que se deslice, desde las cuerdas vocales, el flujo que acabará llegando a los labios con el objetivo de arrastrarla hacia fuera. Mucho antes de que éstos se propongan dejar que de ellos brote y cambie el mundo o el mundo la cambie a ella y de que se pierda en un intercambio de preguntas y respuestas, de afirmaciones y negaciones, que acabarán provocando que se diluya en el olvido o que quede desfigurada para siempre. Antes de que haya conseguido cumplir su función y se haya convertido en innecesaria y tan sólo sea recordada como la llave que abrió una puerta cerrada que guardaba largas horas de anhelo, de que vuelva a ser prisionera de otra mente y de que intente volver a luchar por la libertad, y de que vuelva a conseguir desatarse con una nueva forma, con un sentimiento nuevo y un propósito renovado, y explosione de la mano de esa magia de lo repentino. Antes de que todo eso ocurra la palabra ya existe. Quizás aún sea una vaga abstracción sin forma alguna en medio de una galaxia de pensamientos de la que acabará resultando. Quizás su semilla aún se encuentre en el interior de cualquier pupila incapaz de reaccionar y apartar su objetivo de los yacimientos del asombro. Quizás se encuentre dentro de ese murmullo que no deja de retumbar en nuestro interior y que acaba convirtiéndose en el protagonista absoluto del acta cerebral del día o del siglo o tal vez esté escondida en la más remota partícula de una ilusión esquelética, o de un proyecto inacabado, o de uno que ni siquiera ha comenzado aún. Tal vez sólo sea una esencia. La esencia que se esconde tras el sol mientras acaricia el mar, o que flota en el mar cuando acaricia la piel, o debajo de la piel cuando se une a otra, o de ambas ajenas al tiempo y al espacio, unidas en una mirada que nunca termina. Quizás sea la causa de la inquietud de esos ojos que tratan de comprender y que chocan con otros en su búsqueda y se convierten a la profusa religión del sedentarismo, o quizás sea la consecuencia del nomadismo del alma y de su eterna voluntad de llegar a ese lugar dónde poder armarse de valor para plantarle cara a la muerte. Nadie sabe si tras ella está esa sensación imborrable de que algún día todo acabará y ninguna huella quedará de lo que verdaderamente fuimos, de aquello que hizo que vivir fuera algo más que una decisión unilateral del destino de dos ilusos. O puede ser que tan sólo flote por ese ruido que vuelve una y otra vez. Quizás sólo sea esa música que intenta borrar la indiferencia de las salidas de las estaciones de metro, que intenta mostrarle al mundo que hay algo más allá de esas canciones de voces que no comprenden lo que narran, ni narran auténticamente aquello que hay que comprender. Quizás esté en la maldita letra de esa canción que se convierte en un infierno de arenas movedizas cada vez que nuestro dedo índice invoca al masoquismo más profundo dándole a “reproducir”, o su melodía, que evita encarecidamente marcharse. Quizás sea odio. O esa tensión exiliada que ha conseguido volver. Repulsión hacia la lejanía. Anhelo por la cercanía. Lamentos. Sueños incumplidos. O tal vez sólo sea lo único capaz de reconstruir un corazón de cristal, o la única arma capaz de destruir un corazón iluso. Posiblemente sólo sea un sueño cargado de incomprensión y paranoia, de luces y experiencias que florecen de las capas inferiores de nuestra existencia y de las que al despertar tan sólo queda un cementerio lleno de lápidas de recuerdos muertos sin nombre que jamás han existido. Quizás sea ese fin que espera sentado, cigarro en mano, la causa que tanto se está haciendo esperar. Quizás sea la perfección de esa excusa, la idoneidad de ese pretexto, la salida de emergencia, el sudor neurótico del vulnerado o un motivo escondido detrás de un disfraz. Quizás sea la emperadora del país de los prejuicios o la llama de la libertad que todo lo quema, incluso a sí misma. Tal vez sea el alma en ese preciso instante en el que está a punto de escapar quién sabe dónde, o sea ese discurso huérfano, apadrinado por un ideal, o ese ideal cuya deificación banal lo ha condenado a una vida vegetal que ansía la muerte. Quizás, tan sólo quizás, sean esas voces que claman al unísono, que sólo pierden el tiempo, o tal vez sea la convicción de que perder el tiempo precisamente es la única vía para conseguir la fórmula secreta que permitirá vencerlo. Tal vez se encuentre en la sabiduría inconsciente del suicida o en las tertulias inútiles que su muerte generará, que tratarán de comprender inútilmente. Quizás esa palabra, que aún no existe y que carece de ese sonido mediante el que poder despegar al espacio exterior, jamás despliegue sus alas, o lo haga y sea imparable a causa de lo atractivo de su condición. Pero antes, mucho antes de ser extirpada de cualquier boca, de ser abandonada a la intemperie o de ser momificada para que perdure eternamente, esa palabra está ahí, en algún lugar de aquello que nos compone. Está presente, aguardando, y su prematuro latido se intensifica a medida que se reproduce y se divide y va creando una flota incapaz de ser vencida. Su momento llegará cuando esa conjunción de ideas dicte sentencia, una vez se hayan unido o distanciado para siempre, y acabe surgiendo para acabar con el estoicismo de los rostros de las personas en cuyos oídos se depositará lista ya para actuar.
A veces se esconde. Se esconde muy dentro. Nadie la encuentra. Nada la encuentra. Atrás, los tiempos pasados de premeditación, ya desechados, y con ellos la finalidad para la que fue forjada y la lucha contra sus fantasmas. Esperan ahora millones de impertinentes respuestas, capaces de despedazarla y obligarla a recomponerse o morir. Aún así, esa primera palabra se abrirá paso y dejará atrás la condensada capa de inquietudes cargadas de desesperanza. Brotará. Intentará impresionar al mundo, o llenarlo de argumentos vacíos, y estallará en forma de grito buscando el impacto, pero a veces sus intentos son en vano y podría acabar relegándose a ser un anuncio indiferente. Otras veces, se esconde en un susurro cuyo misterio hace que adquiera una fuerza penetrante. Pecando de hipocondría, le invadirá el temor y recordará su alergia al viento, cuya aparición inesperada podría llevársela lejos, robándole su sentido y su cobijo, sin un oído que le abra las puertas de la comprensión, lejos de un tímpano en el que permanecer eternamente. Su mensaje se perderá, como todo aquello que sólo existió en voluntad pero acabó olvidando su fin. Sus ropajes rotos la convertirán en nada por muy intacto que se encuentre su interior. Sólo quedará la fotografía en blanco y negro de lo que fue, y esa fuerza suprema de la que nació. Pero ahora todo eso queda demasiado lejos. Ahora está lista para desencadenar un sinfín de reacciones que tal vez culminen con el levantamiento de una estatua en su homenaje o con el borrado sin piedad de su recuerdo. O quizás sólo ese silencio que todo lo cura y todo lo mata dignifique su presencia. O sea tal vez la mirada de esos ojos que no pasan desapercibidos cuando saben el porqué de sus movimientos. Pero si muere, si esa palabra muere, será recordada como la única deidad que fue capaz de decidir sobre el devenir de la existencia y de cambiarla por completo. La única que pudo encontrar la emoción en la cueva del hieratismo y que supo convencerla para que regresara.
Como un tren de alta velocidad, dejará atrás a sus pasajeros, aquellos que creerán haber encontrado ya su destino. Huirá. Se esfumará. Las que la seguirán no podrán ocultar su envidia, conscientes de que jamás podrán modificar la genética de los recuerdos como ella. La primera palabra andará ya demasiado alejada cuando otra consiga dar un golpe de estado en la conciencia gracias a un instante concreto, y pueda alzar el puño con la fuerza suficiente para ocultar su luz aún presente. En medio de una nube gris cargada de ganas de llover, quizás rompa el silencio el torpe aletear de una palabra nueva que aún no habrá aprendido a nadar entre el canal que une boca y oreja, como si la obra de su predecesora no le hubiera servido de nada. Y correrá. Despavorida, rechazada por la aceptación. Y caerá en las fosas ocultas del arrepentimiento.
Los golpes duelen pero no dejan cicatrices y tratará de reconstruirse. Necesitará ocultarse en su crisálida formada por gestos y tópicos, por miradas perdidas y por sonrisas carentes de fuerza que guardan el misterio de esconder detrás la incapacidad de sentir lo que tratan de manifestar, que tan sólo son un disfraz hecho de nostalgia, escondiendo así el vacío alimentado de ausencia de ruido, propia de esos momentos en los que ya nadie habla y sólo quedan ecos que transitan ingrávidos por algún lugar ilocalizable del recuerdo. Sin embargo, esas sonrisas de cartón darían su vida, esa que ya han aprendido a no valorar, para que ese ruido volviera y siguiera sonando. Darían su vida por saber disfrazarse mejor y poder ser lo que pretenden ser, pues tan sólo les queda el recuerdo de otra época mejor cuyas emociones, cuyos motivos, que sólo a ellas les pertenecen pese a que la incandescente ira de la decepción pretenda aliarse con el olvido para eliminar rastrojo a rastrojo lo que de ellos queda, han sido adaptados. El pasado y su mano invisible las agujerea por dentro, como si millones alfileres fueran perforándolas lentamente, y saltan al precipicio. De ahí surge una copia de lo que un día fueron, sin ese significado que entonces poseyeron. Con su camaleónica nueva forma, recuperan aquella silueta estereotipada, con las alarmas activadas que advertirán de que sus presencias son exigidas en alguna conversación determinada que les importará una puta mierda. Y sonreirán. Aparecerán esas malditas sonrisas forzadas otra vez, que por muy elaboradas que sean no podrán esconder del todo lo que detrás refugian. Los ojos revelarán la historia apócrifa del alma a la mínima oportunidad de la que dispongan y reproducirán una y otra vez esos malditos pensamientos que nacen y mueren y lo llenan todo de ceniza, que se entrelazan y tratan de concluir de alguna manera sin conseguirlo, en su eterna búsqueda de un nuevo titular, de un lema vital que será tatuado en la frente cuando sea hallado, ocupando el vacío del anterior, ya almacenado, y que tendrá el deber de crear las raíces tras el final del presente. Dejará atrás cualquier decadencia del pasado, esos sábados en los que la memoria se marcha de viaje sin saber que está muriendo o de su regreso. Porque siempre vuelve. Siempre lo hace para dar paso a esas decrépitas tardes de domingo, en las que parpadear es un reto, y se encarga de recordar con su ley de sangre quién dicta las reglas. Esas tardes de sueños que van a parar a no sé dónde, de deseos relegados al susurro entre dientes. Pero ese lema, ese nuevo lema, resonará cada vez que aparezca la tentación de volver al barrizal que aún impregna todo de marrón. Y esa sonrisa tan forzada como delatadora desaparecerá. Porque las sonrisas no saben dudar. Porque las sonrisas nunca han podido engañar.
Y entonces ya sólo quedará el final. Aparecerá el silencio. Ese silencio prenatal más propio de aquellos momentos en los que nada fuimos, de los que nada recordamos, que poseen el as debajo de la manga de poder regresar para siempre en cualquier momento, aunque sepan que permanecerán solos en el olvido del desconocimiento, pues sólo existe lo que se recuerda. Quedará sólo esa última palabra. Cuando la primera ya sea tan sólo ese recuerdo cuyos matices se han perdido, surgirá para intentar hacer su aparición estelar. La última palabra, esa que brotará de los resquicios de la histeria ya moldeada y lista para ser expulsada. Esa que hasta entonces habrá yacido en el subterráneo mundo de la verbalización involuntaria, que será encontrada entre los recuerdos y que intentará cazar una nueva respuesta, que apacigüe la intolerancia a la vida, que acaricie con su último sonido la madera de ébano de la puerta de entrada a una nueva coyuntura de intercambio de experiencias, que respondan a una voluntad real de cumplir la promesa firmada al nacer de intentar borrar con prevención, del futuro, cualquier muestra de arrepentimiento por no haber sabido apreciar la propensión a la destrucción de algunas miradas desviadas de su camino que intentan recuperar el instinto de supervivencia, y que se clavan en la baldosa más cercana por miedo a levantarse.
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