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viernes, 22 de octubre de 2010

EL DEVENIR DEL INQUIETO


Latiendo los corazones en colectiva harmonía durante el exprimir constante que la naranja terráquea ha de sufrir en manos de los peones, se arrastran por el suelo los sedientos para saciar su sed sustancial. Con los bolsillos rotos de necesidad, entrebuscan en una remota parte de su materializada existencia agarrados al clavo ardiente de la esperanza. En un repliegue de sus pieles sobresale algo y no dudan en abrirse en canal para sacarlo. Se trata de lo que estaban buscando: el mando que los teledirige. Lo cogen y suspiran, mas su alivio es efímero, pues ya no funciona. Lo agitan con impotencia, pues sin él no podrán pasar al siguiente nivel de conciencia. Sigue sin funcionar. Lo golpean contra el suelo, contra los paredes, contra las mesas y contra la estantería, llena de recuerdos viejos, quedando todos desparramados por el suelo. Esparecen el polvo, acumulado durante años, por todas partes y su contagiosa desesperanza invade el microsistema que se han encargado de crear. Explotan en furibundos resentimientos contra el hado mientras éste sigue tejiendo la telaraña del futuro en la que los seguirá manteniendo atrapados, por muy intensa que sea su resistencia. Se contrae la psicológica causa que engendra sus últimos impulsos vitales hasta acabar desapareciendo, mientras sus desorbitadas pupilas se estremecen en recordar quiénes fueron. La ira les da esa última bocanada de aire caliente que nace de la nuca y se expande por todo el cuerpo y consiguen regatearle a la vida un puto segundo más, quitándole al tiempo la posibilidad de decidir sobre ellos. Siembran la envidia en el mayor asesino en serie de la historia. Desgarrando sus harapos y aturdido por el eco que las carcajadas de los humanos causan en él, el tiempo parpadea cuando la perplejidad hace una pequeña pausa para tomarse un café y fumarse un cigarro, sin entender el porqué de la tendencias que lo han llevado al fracaso. Le aturde la música, la de verdad, y le engañan los colores cuando la purpurina mental que él mismo creó para sustituir la humana propensidad al amor concibiendo, así, la monarquía absoluta del olvido, se mezcla con la arena del reloj al que dio origen con sus dedos, tan cargados de segundos, de minutos y de horas, esos mismos que le han robado ahora. Intenta convencer a la vida, su eterna enemiga. Cual paleta de barrio bajo le suelta un piropo ridículo mientras ella derrama indiferencia. Se apagan las luces y se encienden todas las alarmas, pues la psique del peón ha progresado y está lista para romper su hegemonía. Los que antes habían de levantar su cuello hoy se bastan con bajarlo para decidir, y experimentan con sus manos la magia del poder totalitario de la libertad. Sus dedos se expanden hacia todas direcciones como si quisieran desprenderse del resto de sus manos para después contraerse y cerrarse, formando un puño de hierro hambriento que parece guardar el elixir de la vida en su interior pero que en realidad no lo tiene, aunque no cesa de buscarlo para llenar su vacío. Un puño que intentan introducir a continuación por sus oídos para encontrarse a ellos mismos, para encontrar esa parte palpable de vida que poseen y que no saben dónde está, para localizar su propia esencia. Tras hallar esa pequeña bola en la que sus vidas han cobrado forma material consiguen que vivir deje de ser un concepto vanalmente utilizado y compuesto de nulas abstracciones, y la arrancan de sus cráneos, pues para qué dejarla encarcelada en tan pequeño recipiente putrefacto pudiendo expandir su territorio a infinitos parajes más apropiados para ella. Una vez fuera, abren la palma de su mano y la observan absortos. Se miran a sí mismos, dándose cuenta de que sus ojos ahora son de un blanco lleno de color, huelen el rastro del tubo de escape de sus achatarrados vehículos y consiguen ver cercana la disolución del destino. Tiran de voluntad para lanzar los restos de desperdicios que les quedan, le escupen al desengaño, vomitan las secuelas de su pedregoso caminar, se golpean la cabeza contra el paso de cebra, se roban a sí mismos los escasos minutos de vida que les quedan para esculpirlos en un suspiro final y el más allá secuestra sus existencias, arrancándolos de la mediocridad. Los acordes se convierten en un incesante fluír musical en el que ya desconectados, puño en alto y con los ojos bien abiertos, se dejan llevar por el reinado de la abstracción mental. El juez los observa impasible y los analiza minuciosamente antes de sacar su conclusión definitiva: jamás verán su cuerpo deshacerse en un ataúd de mierda.

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