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domingo, 10 de octubre de 2010

MI ETERNO REGRESO


En esa época no existen miedos que compriman y diluyan ímpetus nacientes, pues ímpetu, por entonces, es todo lo que rodea la voluntad de vivir, de descubrir y acariciar cada detalle nuevo que aparece ante tus ojos. Caer es la última palabra de un diccionario que apenas acaba de empezar a ser leído. Tampoco el miedo a la soledad es un miedo presente, ya que tan sólo aparece de forma etérea cuando, de noche, el colchón se convierte en el castillo más aterrador de un mundo que en realidad, a plena luz del día, se reduce a tres calles mal contadas. Su estabilidad, claramente, está asegurada, pues quedan muy lejos los conquistadores de los que la gente habla, y sus pistolas parecen ser de fogueo. La tranquilidad reina cuando las murallas son de una solidez y una infranqueabilidad absoluta. Te abrazan los brazos más acogedores del mundo, unos brazos que parecen estar cargados de todo lo que tú necesitas para poder nutrirte. Quizás sea porque la piel que los cubre está hecha de ti, de la misma materia que tú, y sus células encajan con las tuyas con la facilidad con la que esas piezas de puzzle que se ven atrapadas en una bolsa dentro de una caja sumida en el olvido que impregna cualquier estantería invisible lo hacen cuando, después de una larga espera, se ven iluminadas por el recuerdo y, convirtiéndose en las protagonistas de una noche cualquiera, logran encontrarse entre un millón de piezas más y encajar con la harmonía más pasmosa. En esa época hasta las piedras parecen querer besarte, y el populacho no deja de acariciar tu cara en un acto de admiración absoluta, como si con eso te robaran parte de la juventud que brota de ti y nutrieran de ella sus estropeadas pieles, consiguiendo, así, rejuvenecerlas. Cuando el tiempo y su fugacidad se llevan consigo todo ese séquito de actos a los que te ves sometido, te acabas dando cuenta de que el dolor, cuando te son extirpados órganos que ni siquiera crees tener, es imborrable. Sin embargo en ese entonces el tiempo tampoco está demasiado definido, pues tan sólo estás mojando la punta de los dedos de tus pies en él y sus aguas parecen ser las más apacibles que hayan existido jamás. En tu espalda sólo notas la acogedora fidelidad de la estabilidad empujándote a sonreír, y jamás imaginas que más valdría que empezaras a endurecerla si quieres soportar la carga que habrás de llevar años más tarde. Pero estás tranquilo, siempre lo estás, pues sabes que el viento no arrastrará ninguna nube negra encima tuyo y que, si lo hace, la lluvia que nacerá de ella mojará sólo los brazos de quien te cubre.

Cada vez que dos almas deciden fusionarse nace un nuevo dios, por lo que eres el mesías de la perfecta unión sanguínea y, como tal, todo lo que tocas es objeto de la mayor bendición imaginada, mientras que todo lo recibido engrosa tu satisfacción de la misma manera que la de los demás. La crueldad y el mal también reposan en la palma de tu mano con la fortuna de que hasta lo peor que puedas hacer, el acto más cruel y vil, tan sólo causará risas y aplausos entre los que te rodean. Sin embargo llega un momento en el que, quienes te empujan, te arrastran y te obligan a mojarte más en las aguas del tiempo y tú tampoco opones demasiada resistencia, pues es lo que has ido a hacer a aquella playa, a entrar y entrar hasta que el agua cubra la última parte de tu cuerpo. Avanzas cada vez más y, pese al frío inicial, tu temperatura y la del mar acaban siendo una misma y la perfección se materializa por un momento como si fuera palpable en alguna remota parte del agua que se te cuela entre los dedos. De repente, los mismos meteoritos que un día se encapricharon con aniquilar a los dinosaurios parecen aparecer para extinguirte a ti y deciden caer en tu micromundo y destrozarlo todo. Sus cráteres serán una huella imborrable y acabarán por bañar de tinta los libros que antes aún estaban por escribir. El diccionario de la vida va perdiendo la espontaneidad del principio y, a media lectura, te planteas dejar de seguir leyéndolo, ya que tus ojos no pueden estar por más tiempo abiertos. Las murallas pierden la fortaleza que las caracterizó y se vuelven vulnerables a ataques externos. Compruebas que los grandes conquistadores de los que te habían hablado sí que existen de verdad y aparecen para invadir tu pueblo, tu casa e incluso a ti mismo. Extirpan de ti aquellos brazos en los que te mecías y que siempre te habían rodeado, aunque antaño pareciera que era lo menos probable del mundo, pues creías que si apartaban de ti esos brazos tu piel se iría solapada a ellos. Te encuentras sumido en el desamparo más absoluto, sin protección ajena, y eres consciente de que los empujones que habías recibido "por tu bien" y que tanto creías que te habían alentado tan sólo habían servido para arrastrarte a un precipicio de salida indefinida. Con algo de suerte, quizás serás capaz de descenderlo, aunque el problema será evitar, por el camino, a otros tantos que harán lo mismo que tú y te empujarán, y se agarrarán a ti para adelantarte en su descenso y estarán a punto de tirarte. Pero lograrás, junto a ellos, salir de allí. Los que lo hagan con varias heridas leves o de poca importancia serán conscientes de la fortuna que habrán tenido, pero al no haber sentido de verdad el desgarrar de una roca en su piel jamás observarán con atención el atrezzo que les rodea realmente. Los que caigan, rueden y vean su cara magullada y desfigurada cuando se miren al espejo una vez finalizada la bajada, tardarán tiempo en poder reconocerse, si es que lo consiguen, y tendrán en su piel para siempre las marcas de la experiencia más criminal de sus vidas. Otros muchos no intentarán descender directamente y se quedaran mirando desde arriba, como jueces del bien y del mal, inconscientes de que están condenados al olvido, conclusión a la que llegarán de forma tardía. También habrá muchos los sentidos de los cuales, al intentar bajar, se acabarán nublando tanto que caigan, sin lograr el premio de la supervivencia. Sus cadáveres se apilarán abajo y servirán de colchón para los que logren deshacerse del miedo y lleguen al final.

Lo curioso es ver que al bajar, después de superar el duro reto, más allá de cuatro árboles moribundos, no hay absolutamente nada, un desierto que esconde su final y nada más. Millones y millones de vástagos del olvido como tú sentirán el desamparo incrustándoseles dentro. Muchos, en verse desorientados y perdidos, no tardarán en agruparse y en construir allí sus cabañas de una forma provisional que acabará por no serlo. Con el tiempo se acabarán apagando, perderán la intensidad que llevaban dentro e incluso desaparecerán sin más, como si su cuerpo se hubiera hartado de sostener algo tan inútil y hubiera decidido desintegrarse. Sin embargo, los que decidan negarse a quedarse allí y desperdiciar así sus vidas, considerando acertadamente que es lo último que alguien puede perder (por muy obvia que parezca esta conclusión deshacerse de todo lo que impide penetrar en ella es de suma dificultad), volverán al precipicio de donde habían bajado y empezarán a subir. En ver su valor y su osadía, todos los que aún tengan la suficiente lucidez les seguirán tarde o temprano. Aunque haya pasado ya mucho tiempo y tarden una vida entera en ser conscientes de que han de subir, acabarán por volver allí, al mismo lugar de donde habían descendido, y volverán a escalar el precipicio cuando se vean preparados para dejar de engañarse, por mucho que les cueste y por muchas consecuencias que este hecho tenga. Una vez arriba mirarán con odio el mundo en el que se han visto inmersos, ese mundo que lo único que había creado en ellos era la necesidad de salir de él y, con la tranquilidad del que regresa a casa, empezarán a caminar impasibles, sin ser conscientes, en un acto extremo de inocencia y confianza de que, cuando avancen por el camino que les espera, habrán de decidir qué bifurcación de éste escoger. Cuando eso suceda, algunos optarán por el camino que les llevará a intentar recuperar las capas de piel que perdieron una vez y les invadirá la necesidad de encontrar a alguien allí con quien unirse, aunque corran el riesgo de seguir sintiendo el impetuoso acechar de la soledad tras ellos y, sin más remedio, hayan de seguir andando siempre solos y desprotegidos. Los que lo consigan y lleguen al final habiendo cumplido su objetivo, conseguirán volver a sentir la magia del acogimiento mental y físico en ellos. Por otra parte, los que no lo consigan, hartos de andar sin ninguna orientación, acabarán recorriendo de nuevo sus pasos para volver al principio y escoger el segundo camino, que tan sólo exigirá de valor y firmeza para soportar que la lluvia y el viento les golpeen con una constancia criminal. Aún así, acabarán consiguiendo también su objetivo. La evasión, tan propia de los años en los que el mundo los idolatraba, volverá para siempre a ellos y, aunque en apariencia parezcan viejos moribundos a los que la vida haya arrinconado y acumulado en una zona concreta poco visible a los ojos de los demás, en su interior guardarán una de las mejores experiencias alcanzables. Habrá un tercer caso. Algunos tampoco lograrán hallar lo que buscaban en el segundo camino y tendrán que volver de nuevo hacia atrás, pues para ellos habrá reservado un tercer camino. Se tratará de un precipicio similar al que habían descindido y escalado posteriormente aunque, en este caso, no habrá manera de agarrarse a nada para poder bajar. Deberán correr el riesgo de tirarse y ser acogidos por un algo sobre lo que mucho se ha hablado y escrito pero del que nadie ha podido hablar jamás con la firmeza del que sabe que el porcentaje de veracidad de sus palabras es absoluto. Conscientes de que se arrojarán a la muerte, serán masticados como una oliva por sus colmillos, siempre afilados. No por conocer su destino dejarán de tener miedo, pero la seguridad de la conclusión a la que habrán llegado será tal y el desamparo que los precederá será tan abrumador que su humana lógica no verá más remedio ante esa situación.


Lo único evidente, la única conclusión válida en todos los casos, será la misma: todos conseguirán su objetivo. Volverán a sentir la estabilidad que habían perdido y que tanto habían ansiado recuperar, habrán conseguido recobrar el calor de los brazos que una vez los arroparon, habrán vuelto a fusionar sus pieles con otras pieles que, aunque no encajarán tan bien en ellos como la original, no tendrán nada que envidiarle a ésta, y habrán dejado, de esta manera, de ser dóciles y vulnerables ante el mundo exterior. Habrán borrado la preocupación y el desamparo de sus mentes, como si de un archivo que va directo a la papelera de reciclaje se tratara. A fuego, grabada en alguna parte de su remoto interior, quedará por siempre la necesidad satisfecha de poder seguir sintiendo de nuevo, en mayor o menor prolongación temporal, la calidez del vientre materno, la confortable protección de esa mano que triplica en tamaño a la tuya y que te ayuda a cruzar el paso de cebra y no te suelta jamás, la sensación que nace del asombro cuando un coche a toda velocidad pasa rozando tu nariz y no arrastrando tu cuerpo gracias a la advertencia de ese grito desgarrado propio del temor de quien un día decidió devolverle el regalo de la vida al mundo y ahora no está dispuesto a perderlo de ninguna manera.