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viernes, 19 de noviembre de 2010

VOCES DEL MÁS ALLÁ


Odio la vida, la muerte, mi masa cardíaca inherte, esperar a ser inyectado de algo menos destructivo y más nutritivo emocionalmente que esas tonalidades de verde intenso y de blanco que según dicen destruyen la mente. Odio el día en que nací, el día en que morí, el día en que resucité y el día que decidieron exterminarme para siempre. Odio los prejuicios incrustados en conservadorismos baratos, los juicios que nacen de malos planteamientos, los valores morales, la moral en sí misma. Odio esas miradas que atrapan, esas miradas de las que no te puedes despegar, igual que odio también a aquéllas que surgen del odio y que matan, como también odio a las que desatan desesperanza y a las que con su caudal, tan lleno de indescriptibles sentimientos, dilatan las pupilas de la vida. Odio las sonrisas inconscientes, las provocativas, las provocadas, las reprimidas y reír a carcajadas. Detesto la inconsciencia, la falsa conciencia, la demencia y la inclemencia. También odio la madurez basada en una supuesta inteligencia y la fama de quiénes disimulan su impaciencia y creen encontrar la esencia de la vida en los libros y en las falsas ciencias. Maldigo a la desesperación, a la tranquilidad, a la pasividad y a la vitalidad, a la nulidad, a la omnipresencia y a la espontaneidad de esas apariciones que siempre saben a poco. Odio las letras, que forman el único espejo del que me fío, reflejando a la perfección el vacío del alma, las palabras que maquillan la angustia e intentan convertirla en paz, los textos que asumen el dolor de la vida desolada... Odio los vales de descuento, los cheques que no son en blanco, los recibos, las facturas, la lectura obligada, las críticas recurrentes a la telebasura. Odio a los grandes del cole, a los pequeños y a sus padres, que sólo son ya fantasmas olvidados por la vida. Odio las colas, las aglomeraciones, las entradas y las salidas en estampida, los niños abandonados, los no deseados, los deseados y los centros de acogida. Maldigo a quiénes me maldicen y a los que no también, por si acaso. Aborrezco a quiénes me admiran, a quiénes fingen su admiración, a los que me ignoran y a los que callan en silencio su atracción. Detesto a los que atraviesan en silencio el mundo para intentar llenar sus depósitos, tan vacíos de creatividad propia, gracias a aquéllos que no cesan de hablar, de crear, de gritar, pues después, cuando han conseguido hacer un cóctel de lo que han ido atrapando por aquí y por allí, ancha es Castilla en su memoria y en su moral, y felices y atrevidos su cerebro y su ego, desconocedores de que lo único que han hecho es llenarse de caducada escoria que forman ahora esos gritos y esas incesantes palabras que ya han mutado, ya han adoptado nuevas formas y se han adaptado a nuevos contextos empíricos. Odio no callarme como también odio otorgar triunfos en bandeja por pereza mental. Odio no inspirarme, no templarme, aceptar resignado que las ideas no cesen de bombardearme, que el sueño no acuda algunas noches a ayudarme. Desprecio a los altruistas y a los falsos egocéntricos, a los que tienen fe y a los que se niegan a buscarla, a los pagafantas, a los huelebragas y a los que en encontrar la conexión perfecta no son capaces de mantenerla por miedo a amarla. Siento desprecio hacia las creencias, las sectas, las religiones, los dioses y sus representaciones, los alquimistas, los nihilistas. Odio querer acabar y no encontrar la forma de hacerlo, ver cómo las ideas encuentran la forma de materializarse sin parar y creer que lo mejor es cortar el grifo para que mi salud mental siga siendo estable, pero seguir escribiendo con la mente en blanco, con el dedo como única parte en movimiento de mi cuerpo, pincelando mis abstracciones. Odio necesitar tanto escribir por escribir aunque luego vea que sigo igual de vulnerable, que haga lo que haga no llego a ningún punto concreto. En definitiva, odio que el único remedio sea odiar y maldecir, sabiendo que mañana, al menos temporalmente, me habrán olvidado ya esos sentimientos y su vacío ya lo habré llenado con cualquier copia pirata de la felicidad. Pero mientras tanto, seguiré odiando, maldiciendo, desgastando ideales y reflexiones vitales con la intención de que al final sólo permanezca la única variante válida de esta antítesis global, esa que nunca odié ni odiaré, pues antes destrozaría el escenario de la vida y le enseñaría esos miedos de los que tanto huye, sabedor de que ella huiría de mí y me dejaría aún más inherte, pero tampoco logro concluír en que ese hecho convertiría esta situación en diferente.

Odio despedirme, echar de menos el recuerdo que antecede al actual, igual de fugaz que el primero, y esas dosis de olvido que me arrastran y me acaban llevando a recordar conceptos vacíos. Si pudiera odiar... Si pudiera odiar al padre de la metáfora, aquéllo con lo que mis palabras buscan identificarse constantemente, aquéllo a lo que apelan y a lo que referencian, odiaría a ese filósofo que nunca muere, que tan sólo se diluye entre la gente y sus andares, tan llenos de nada, tan repletos de todo, desconocedor de la metástasis que el destino, un tumor maligno que ha desarrollado sin saberlo, ha acabado provocando en él a la larga. Maldigo ese "Próxima parada: Terrassa. Final de trayecto" que boicotea estos momentos en que mi dispersión da sus frutos y acaba con la vida de mis palabras metiéndolas en las cámaras de gas de sus campos de concentración...

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