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viernes, 22 de octubre de 2010

EL DEVENIR DEL INQUIETO


Latiendo los corazones en colectiva harmonía durante el exprimir constante que la naranja terráquea ha de sufrir en manos de los peones, se arrastran por el suelo los sedientos para saciar su sed sustancial. Con los bolsillos rotos de necesidad, entrebuscan en una remota parte de su materializada existencia agarrados al clavo ardiente de la esperanza. En un repliegue de sus pieles sobresale algo y no dudan en abrirse en canal para sacarlo. Se trata de lo que estaban buscando: el mando que los teledirige. Lo cogen y suspiran, mas su alivio es efímero, pues ya no funciona. Lo agitan con impotencia, pues sin él no podrán pasar al siguiente nivel de conciencia. Sigue sin funcionar. Lo golpean contra el suelo, contra los paredes, contra las mesas y contra la estantería, llena de recuerdos viejos, quedando todos desparramados por el suelo. Esparecen el polvo, acumulado durante años, por todas partes y su contagiosa desesperanza invade el microsistema que se han encargado de crear. Explotan en furibundos resentimientos contra el hado mientras éste sigue tejiendo la telaraña del futuro en la que los seguirá manteniendo atrapados, por muy intensa que sea su resistencia. Se contrae la psicológica causa que engendra sus últimos impulsos vitales hasta acabar desapareciendo, mientras sus desorbitadas pupilas se estremecen en recordar quiénes fueron. La ira les da esa última bocanada de aire caliente que nace de la nuca y se expande por todo el cuerpo y consiguen regatearle a la vida un puto segundo más, quitándole al tiempo la posibilidad de decidir sobre ellos. Siembran la envidia en el mayor asesino en serie de la historia. Desgarrando sus harapos y aturdido por el eco que las carcajadas de los humanos causan en él, el tiempo parpadea cuando la perplejidad hace una pequeña pausa para tomarse un café y fumarse un cigarro, sin entender el porqué de la tendencias que lo han llevado al fracaso. Le aturde la música, la de verdad, y le engañan los colores cuando la purpurina mental que él mismo creó para sustituir la humana propensidad al amor concibiendo, así, la monarquía absoluta del olvido, se mezcla con la arena del reloj al que dio origen con sus dedos, tan cargados de segundos, de minutos y de horas, esos mismos que le han robado ahora. Intenta convencer a la vida, su eterna enemiga. Cual paleta de barrio bajo le suelta un piropo ridículo mientras ella derrama indiferencia. Se apagan las luces y se encienden todas las alarmas, pues la psique del peón ha progresado y está lista para romper su hegemonía. Los que antes habían de levantar su cuello hoy se bastan con bajarlo para decidir, y experimentan con sus manos la magia del poder totalitario de la libertad. Sus dedos se expanden hacia todas direcciones como si quisieran desprenderse del resto de sus manos para después contraerse y cerrarse, formando un puño de hierro hambriento que parece guardar el elixir de la vida en su interior pero que en realidad no lo tiene, aunque no cesa de buscarlo para llenar su vacío. Un puño que intentan introducir a continuación por sus oídos para encontrarse a ellos mismos, para encontrar esa parte palpable de vida que poseen y que no saben dónde está, para localizar su propia esencia. Tras hallar esa pequeña bola en la que sus vidas han cobrado forma material consiguen que vivir deje de ser un concepto vanalmente utilizado y compuesto de nulas abstracciones, y la arrancan de sus cráneos, pues para qué dejarla encarcelada en tan pequeño recipiente putrefacto pudiendo expandir su territorio a infinitos parajes más apropiados para ella. Una vez fuera, abren la palma de su mano y la observan absortos. Se miran a sí mismos, dándose cuenta de que sus ojos ahora son de un blanco lleno de color, huelen el rastro del tubo de escape de sus achatarrados vehículos y consiguen ver cercana la disolución del destino. Tiran de voluntad para lanzar los restos de desperdicios que les quedan, le escupen al desengaño, vomitan las secuelas de su pedregoso caminar, se golpean la cabeza contra el paso de cebra, se roban a sí mismos los escasos minutos de vida que les quedan para esculpirlos en un suspiro final y el más allá secuestra sus existencias, arrancándolos de la mediocridad. Los acordes se convierten en un incesante fluír musical en el que ya desconectados, puño en alto y con los ojos bien abiertos, se dejan llevar por el reinado de la abstracción mental. El juez los observa impasible y los analiza minuciosamente antes de sacar su conclusión definitiva: jamás verán su cuerpo deshacerse en un ataúd de mierda.

lunes, 18 de octubre de 2010

SOBRE “¿DÓNDE ESTÁS, GUEVARA?”, DE SANTIAGO TEJEDOR


Abro la primera página de “¿Dónde estás, Guevara?” con el escepticismo de quien ha dudado realmente si la elección de este libro es la adecuada, duda surgida después de una fértil mezcla de prejuicios y cuestiones varias. En primer lugar, porque el riesgo de analizar, comentar o criticar el trabajo de alguien que tiene el poder de aprobarte o suspenderte nunca es tarea fácil. Sin embargo, también la idea de poder profundizar en el trabajo de alguien que después habrá de profundizar en el tuyo es seductora a la par que justa, pues un pequeño intercambio de posición y de rol siempre atrae, por muy poca relevancia que este tenga a la hora de la verdad, ya que la maza está en una tarima inalcanzable para mi antojo. En segundo lugar, porque he tratado de huir siempre de las fáciles idolatrías a las que almas que vagan huecas por el mundo someten a según qué personajes para rellenar su profundo vacío con lo que a ellos les rebosa o rebosó (facilidad con las mujeres, éxitos, asombrosa belleza, carisma y derivados) y conseguir, así, la ayuda necesaria para saciar la necesidad de ser felices con la abstracción que esa adoración a según qué personajes les otorga. La figura del Ché Guevara, en especial, siempre me ha producido una sensación extraña que causaba en mí rechazo, pues muchos son los que hoy en día deciden llevar su rostro en su camiseta o colgarlo en un póster sin conocer apenas su historia. Es por ello que al leer el título de este libro uno se espera que, como mínimo, haya algo de guevarismo o ciertas influencias del Ché, ya sean ideológicas o vitales, en estas páginas. La lógica me dice que quien decidió engendrar esta obra estaba lo suficientemente preparado como para controlar ese aspecto a la hora de dejar brotar de su bolígrafo las palabras que la componen, por lo que trato de darle una oportunidad y adentrarme, de una vez por todas, en su lectura.

Empiezo a hojear y, en encontrarme apenas en el inicio del primer capítulo, me atrae la citación de un fragmento que Ernesto Guevara escribió en sus Notas de viaje, del que especialmente destacaría la siguiente selección:

“El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina. El que las ordena y pule, "yo", no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior. Este vagar sin rumbo por nuestra "Mayúscula América" me ha cambiado más de lo que creí.”

Fue un fragmento que nació después de la experiencia vivida tras el primer gran viaje que el Ché realizó por Latinoamérica y deduzco que es lo que el autor desearía poder escribir, cambiando ciertas obviedades, tras finalizar su viaje por Cuba, con lo que se empiezan a percibir determinados aspectos que dejan de permitir calificar este libro como uno más de la reciclada figura del Ché Guevara.

Avanzo en la lectura y percibo la simpleza formal de la que Santiago Tejedor dota a las frases que componen sus párrafos, de los que emana el asombro por el quién y el dónde al que refieren constantemente, y que ayudan de forma evidente a hacer de este libro una obra amena y agradable que desliza al lector por llanos caminos asfaltados por un Tejedor que se propone conocer a la persona que hay detrás del mito, a Ernesto Guevara, y todo lo que lo rodeó durante su vida. Con el pretexto de empezar hablando de cómo fue la búsqueda de su cadáver, el autor arrastra al que se adentra en sus líneas a una encuentro con la persona, incluso a la búsqueda de la semilla que éste dejó en el pueblo cubano y en sus seguidores y admiradores y a la propia semilla que el Ché dejó en el mismo autor. Es por ello que aparecen en mí la sensatez y la coherencia y me olvido de la idea de que éste sea un libro más del polifacético argentino-cubano, pues si bien la prosa de la que ha sido protagonista es innumerable, no es tan común el analizar de una forma tan profunda e insistente su verdadero yo, su mundo interior, algo fundamental en las personas y que se acaba perdiendo con el tiempo enterrado bajo la manifestación en forma de obras y de actos que deja. Es éste otro punto de atracción importante del libro. Es una obra que no sólo está centrada en la figura del Ché Guevara, sino que no se olvida de su entorno, de la isla de Cuba de la que Tejedor se enamora prácticamente al instante y a la que describe con un cuidado y una pulcritud admirables, recreando la reciprocidad de la relación personaje-entorno realmente bien.

Es por ello que “¿Dónde estás, Guevara”, desconociendo su relevancia en el panorama editorial y su aceptación respecto a los otros muchos libros que hay sobre el protagonista, es un libro que merece la pena ser leído, pues toda página que tenga la capacidad de sorprender y aportar algo valioso y diferente al lector lo es y, evidentemente, es un requisito que las páginas que componen esta lectura cumplen.

viernes, 15 de octubre de 2010

NOCHES DE ALMAS MORIBUNDAS


A veces me pregunto si he pasado tanto tiempo azotado por nevadas intempestivas que mi alma se ha impregnado de su frío. Incluso se me nubla la mente y me cuesta recordar si alguna vez vi estas tierras sin este manto blanco que las cubre y que, si bien trasmitía, en un inicio, una belleza y una tranquilidad bastante apacibles, se acabó convirtiendo, en ser pisoteado, en un manto de mierda de algodón. Me pregunto si en mi impulsivo intento de huír de la indiferencia vital he acabado por dar tantas vueltas que he vuelto a ella y me he estancado, pues echo de menos que algo consiga sorprenderme, que algo me haga gracia y provoque que me ría a carcajadas, que me invada el asombro, que me pique la curiosidad, que en los ojos de alguien lea algo que no haya leído ya, que los pelos de mis brazos sean el reflejo de mi corazón cuando la emoción me estalle por dentro, que el mundo se me detenga y perciba un ligero parpadeo en sus etéreas partículas que me deslicen por la magia de un instante impredecible e irrepetible, que la falta de tolerancia a según qué me permita volar como antaño y bajar al mundo terrenal al día siguiente más vivo que nunca, que no emprenda búsquedas que me hagan andar aún más cerca del abismo y que me arrastren a temerle a mi inconsciente a todas horas. Echo de menos aquella sensación que me empujaba a derramar la tinta de prostitutos bolígrafos del Bar Juani o el Bar Kiko de turno y que me hacía evocar a cualquier idealizada princesa de la corte del rey Mongol antes de que la opresión de mi pecho me obligara a hacerlo para intentar buscar la manera de agujerear mi cráneo y que su recuerdo se escapara y se evaporara sin dejar rastro. Echo de menos idealizar y la época en que no odiaba a los que lo hacen. Ya casi no recuerdo aquellos tiempos en que me estremecía al mirar el reloj y ver que habían pasado 10 horas y no 2 minutos, más aún si esas 10 horas las había pasado con la cabeza apoyada en la almohada, rozando mi nariz con su mejilla derecha lo justo como para poder respirar pequeñas dosis de ella constantemente. Echo de menos ese tácito pacto que nos llevaba a recorrernos, inconscientes de lo instintivos que parecíamos. También a nuestra Constitución y sus mandamientos, tan alejados del mundo que nos rodeaba y de la legalidad vigente. No logro olvidarme de cuando, en plena búsqueda del silencio absoluto, esos pequeños ruiditos absurdos que recorrían nuestro cuerpo, y que hasta entonces habían pasado desapercibidos para nuestros sobrecargados oídos, decoraban una escena maravillosa que aún hoy no logro borrar. Quiero que recuerde que existo, que sepa que la estoy mirando y que no ignore que lo hago. No encuentro la parte de mí que se fue con ella y la parte de ella que se quedó conmigo y que se fue diluyendo en el olvido. Quiero sumergirme en el sueño y, en plena inconsciencia, notar como con un dedo del pie acaricia la parte más remota de mi cuerpo con la intención de saber que aún sigo ahí, y al comprobar que así es, ver como se vuelve a dormir con todos sus miedos enterrados, y sentir la calma que nos transmitíamos en el circuito cerrado más maravilloso que he podido experimentar. No encuentro a aquella persona que un día fui, ni encuentro la esperanza de volver a ser esa persona. Incluso echo de menos la sensación que nacía cuando, con la herida aún abierta, parecía que aparecería entre mis desgarradas líneas para bañarlas de típex y provocar, con un chasquido de dedos, que jamás hubieran tenido que existir. No soporto deambular de corazón en corazón en busca de alguna semilla que surgiera de ella y que floreciera en cuerpo ajeno emulándola, ni tampoco decepcionarme cuando veo la idiotez que caracteriza a esa idea. Odio ser el malo, que vean en mis manos invisibles cuchillos, que me tilden de aficionado a clavarlos en cajas torácicas ajenas como si tuvieran una diana tatuada. Odio que me vuelquen en rencores por no creer, por no tener fe en proyectos de papel de servilleta, por saber distinguir complementariedad de similitud. Estoy harto, harto de que ni yo mismo me sorprenda ya sin la ayuda de diluyentes neuronales que en cierta forma lo único que hacen es seguir sin sorprenderme autoengañándome de que sí que lo hacen, pues escarban en mis pensamientos y me hacen encontrar más yacimientos en ellos que en la prolífera Córdoba, los sacan a la superfície y me lo llenan todo de jarrones rotos. Echo de menos el ser consciente de mí mismo y no tener que darme cuenta de lo mucho que me duele aún viendo que, por mucho que intente hablar de otra cosa, las palabras que voy esculpiendo con sumo cuidado guardan en su interior, escondidas, otras palabras disfrazadas que nacen de mi inconsciente y que me arrastran a su recuerdo sin marcha atrás.

Luis Urzúa stands with Chile's president Sebastián Piñera

Un día más la noche se me echa encima, yo le escupo el humo del cigarro 1.420.320 del día para intentar alejarla de mí y crear una especie de burbuja infranqueable, pero ella se sabe adaptar a cualquier situación y no sirve de nada, pues acaba acribillándome con su cruel aliento. Nunca encuentro el momento de decirle que se lave los dientes más a menudo. Me siento el protagonista de la película más cutre del mundo, así que enciendo la televisión, aunque lo único que consigo es deprimir aún más mi panorama y ridiculizar aún más el film en el que me desenvuelvo, pues todo es un baturrillo de videntes, monótonos y cíclicos informativos y asiliconadas damas que se equivocan al escribir "vigilar" en un panel situado en la pared de un deprimente plató de 10 m2 ubicado en Holanda vete tú a saber por qué y cuyo programa se alimenta de la pensión de moribundos solitarios, en los que rezo por no convertirme, que, creyendo en la honradez de lo que sus ojos ven y en lo prodigioso de su intelecto, llaman para intentar adivinar un nombre de hombre que empiece por S y acabe por L. Podrían adivinar la respuesta describiéndose a la vez a sí mismos. Salto de cadena en cadena y los estímulos que percibo cada vez mezclan más la inspidez con la indiferencia hasta crear un cóctel que me hace rozar la rabia, ya presente por el cúmulo de bolsas de basura que me están llenando la mente de un olor insoportable y que no permiten mi sinonimia con el sueño. Caigo en la cuenta de que quizás los mineros de Chile aún están siendo evacuados (nos encontramos en la madrugada del miércoles 13 al jueves 14). Y así es. Mi escaso interés por la actualidad se mezcla con el morbillo y acabo por tumbarme en el sofá y ver cómo se desenvuelve todo. Ha pasado un día desde que el insomnio y mis fantasmas me llevaran a seguir las dos pruebas que la cápsula Fénix hizo vacía antes de empezar la evacuación de los mineros y el rescate posterior de Florencio Ávalos y de Mario Sepúlveda, los dos primeros en salir. Un día después, a la misma hora, el antojo de mi dedo indeciso, asociado con un vago recuerdo, me lleva al mismo lugar, al desierto de Atacama, en el que se encuentra la mina de San José. Veo exactamente la misma escena, aunque la efusividad del que sabe que acabar con el sufrimiento común es cuestión de minutos es más palpable que el día anterior. Cuenta el presentador que se trata de la evacuación del último minero, Luis Urzúa y que quedan apenas 2 minutos para que vuelva a la superfície después de 70 días. Cuando finalmente sale y es liberado de la cápsula, todos se abrazan en una orgía de alegría colectiva, e incuso el presidente de Chile, Sebastián Piñeira, parece tener corazón y velar por algo más que por sus intereses y su fama, algo realmente extraño hoy en día, al emocionarse en abrazar a Urzúa, pero me devuelve pronto a la realidad cuando, en un acto poco espontáneo, hace un pequeño mitin de dos minutos para engrosar su bondad públicamente, agarrando la mano de un minero que acaba por no saber hacia dónde mirar. Se le lee en la mirada la memorización a la que ha sometido a las palabras que de su boca van naciendo. Sin soltarle la mano, lo fuerza a ponerse a su lado y a girarse en dirección a los medios de comunicación, que se vanagloriarán de haber captado la fotogénica magia del momento. El siguiente paso de la obra consiste en cantar el himno de la nación casco en pecho, acto liderado también por el propio Piñeira, que convierte la felicidad colectiva que reina en el ambiente en un escaparate de su liderazgo . Los vídeos quedarán realmente preciosos y Piñeira tendrá que comprarse un collarín para poder aguantar el peso del aura que llevará encima de su cabeza, fruto de su santa y desinteresada implicación. En ver lo sucedido me pregunto cómo hubiera aguantado yo si hubiera sido uno de esos mineros, pus ha de ser una experiencia psicológica criminal. Más aún. Me imagino qué hubiera pasado si yo hubiera sido Luis Urzúa, sabiendo con certeza que, después de dos meses a 800 m bajo tierra, hubiera permanecido el resto de mi vida en la cárcel por asesinar al presidente de mi país al verme involucrado en tal escena. Acabo preguntándome a cuántos metros de profundidad estaré yo ahora en mi laberíntica mina mental, y me duermo cuestionándome cuánto tardarán en rescatarme.

domingo, 10 de octubre de 2010

MI ETERNO REGRESO


En esa época no existen miedos que compriman y diluyan ímpetus nacientes, pues ímpetu, por entonces, es todo lo que rodea la voluntad de vivir, de descubrir y acariciar cada detalle nuevo que aparece ante tus ojos. Caer es la última palabra de un diccionario que apenas acaba de empezar a ser leído. Tampoco el miedo a la soledad es un miedo presente, ya que tan sólo aparece de forma etérea cuando, de noche, el colchón se convierte en el castillo más aterrador de un mundo que en realidad, a plena luz del día, se reduce a tres calles mal contadas. Su estabilidad, claramente, está asegurada, pues quedan muy lejos los conquistadores de los que la gente habla, y sus pistolas parecen ser de fogueo. La tranquilidad reina cuando las murallas son de una solidez y una infranqueabilidad absoluta. Te abrazan los brazos más acogedores del mundo, unos brazos que parecen estar cargados de todo lo que tú necesitas para poder nutrirte. Quizás sea porque la piel que los cubre está hecha de ti, de la misma materia que tú, y sus células encajan con las tuyas con la facilidad con la que esas piezas de puzzle que se ven atrapadas en una bolsa dentro de una caja sumida en el olvido que impregna cualquier estantería invisible lo hacen cuando, después de una larga espera, se ven iluminadas por el recuerdo y, convirtiéndose en las protagonistas de una noche cualquiera, logran encontrarse entre un millón de piezas más y encajar con la harmonía más pasmosa. En esa época hasta las piedras parecen querer besarte, y el populacho no deja de acariciar tu cara en un acto de admiración absoluta, como si con eso te robaran parte de la juventud que brota de ti y nutrieran de ella sus estropeadas pieles, consiguiendo, así, rejuvenecerlas. Cuando el tiempo y su fugacidad se llevan consigo todo ese séquito de actos a los que te ves sometido, te acabas dando cuenta de que el dolor, cuando te son extirpados órganos que ni siquiera crees tener, es imborrable. Sin embargo en ese entonces el tiempo tampoco está demasiado definido, pues tan sólo estás mojando la punta de los dedos de tus pies en él y sus aguas parecen ser las más apacibles que hayan existido jamás. En tu espalda sólo notas la acogedora fidelidad de la estabilidad empujándote a sonreír, y jamás imaginas que más valdría que empezaras a endurecerla si quieres soportar la carga que habrás de llevar años más tarde. Pero estás tranquilo, siempre lo estás, pues sabes que el viento no arrastrará ninguna nube negra encima tuyo y que, si lo hace, la lluvia que nacerá de ella mojará sólo los brazos de quien te cubre.

Cada vez que dos almas deciden fusionarse nace un nuevo dios, por lo que eres el mesías de la perfecta unión sanguínea y, como tal, todo lo que tocas es objeto de la mayor bendición imaginada, mientras que todo lo recibido engrosa tu satisfacción de la misma manera que la de los demás. La crueldad y el mal también reposan en la palma de tu mano con la fortuna de que hasta lo peor que puedas hacer, el acto más cruel y vil, tan sólo causará risas y aplausos entre los que te rodean. Sin embargo llega un momento en el que, quienes te empujan, te arrastran y te obligan a mojarte más en las aguas del tiempo y tú tampoco opones demasiada resistencia, pues es lo que has ido a hacer a aquella playa, a entrar y entrar hasta que el agua cubra la última parte de tu cuerpo. Avanzas cada vez más y, pese al frío inicial, tu temperatura y la del mar acaban siendo una misma y la perfección se materializa por un momento como si fuera palpable en alguna remota parte del agua que se te cuela entre los dedos. De repente, los mismos meteoritos que un día se encapricharon con aniquilar a los dinosaurios parecen aparecer para extinguirte a ti y deciden caer en tu micromundo y destrozarlo todo. Sus cráteres serán una huella imborrable y acabarán por bañar de tinta los libros que antes aún estaban por escribir. El diccionario de la vida va perdiendo la espontaneidad del principio y, a media lectura, te planteas dejar de seguir leyéndolo, ya que tus ojos no pueden estar por más tiempo abiertos. Las murallas pierden la fortaleza que las caracterizó y se vuelven vulnerables a ataques externos. Compruebas que los grandes conquistadores de los que te habían hablado sí que existen de verdad y aparecen para invadir tu pueblo, tu casa e incluso a ti mismo. Extirpan de ti aquellos brazos en los que te mecías y que siempre te habían rodeado, aunque antaño pareciera que era lo menos probable del mundo, pues creías que si apartaban de ti esos brazos tu piel se iría solapada a ellos. Te encuentras sumido en el desamparo más absoluto, sin protección ajena, y eres consciente de que los empujones que habías recibido "por tu bien" y que tanto creías que te habían alentado tan sólo habían servido para arrastrarte a un precipicio de salida indefinida. Con algo de suerte, quizás serás capaz de descenderlo, aunque el problema será evitar, por el camino, a otros tantos que harán lo mismo que tú y te empujarán, y se agarrarán a ti para adelantarte en su descenso y estarán a punto de tirarte. Pero lograrás, junto a ellos, salir de allí. Los que lo hagan con varias heridas leves o de poca importancia serán conscientes de la fortuna que habrán tenido, pero al no haber sentido de verdad el desgarrar de una roca en su piel jamás observarán con atención el atrezzo que les rodea realmente. Los que caigan, rueden y vean su cara magullada y desfigurada cuando se miren al espejo una vez finalizada la bajada, tardarán tiempo en poder reconocerse, si es que lo consiguen, y tendrán en su piel para siempre las marcas de la experiencia más criminal de sus vidas. Otros muchos no intentarán descender directamente y se quedaran mirando desde arriba, como jueces del bien y del mal, inconscientes de que están condenados al olvido, conclusión a la que llegarán de forma tardía. También habrá muchos los sentidos de los cuales, al intentar bajar, se acabarán nublando tanto que caigan, sin lograr el premio de la supervivencia. Sus cadáveres se apilarán abajo y servirán de colchón para los que logren deshacerse del miedo y lleguen al final.

Lo curioso es ver que al bajar, después de superar el duro reto, más allá de cuatro árboles moribundos, no hay absolutamente nada, un desierto que esconde su final y nada más. Millones y millones de vástagos del olvido como tú sentirán el desamparo incrustándoseles dentro. Muchos, en verse desorientados y perdidos, no tardarán en agruparse y en construir allí sus cabañas de una forma provisional que acabará por no serlo. Con el tiempo se acabarán apagando, perderán la intensidad que llevaban dentro e incluso desaparecerán sin más, como si su cuerpo se hubiera hartado de sostener algo tan inútil y hubiera decidido desintegrarse. Sin embargo, los que decidan negarse a quedarse allí y desperdiciar así sus vidas, considerando acertadamente que es lo último que alguien puede perder (por muy obvia que parezca esta conclusión deshacerse de todo lo que impide penetrar en ella es de suma dificultad), volverán al precipicio de donde habían bajado y empezarán a subir. En ver su valor y su osadía, todos los que aún tengan la suficiente lucidez les seguirán tarde o temprano. Aunque haya pasado ya mucho tiempo y tarden una vida entera en ser conscientes de que han de subir, acabarán por volver allí, al mismo lugar de donde habían descendido, y volverán a escalar el precipicio cuando se vean preparados para dejar de engañarse, por mucho que les cueste y por muchas consecuencias que este hecho tenga. Una vez arriba mirarán con odio el mundo en el que se han visto inmersos, ese mundo que lo único que había creado en ellos era la necesidad de salir de él y, con la tranquilidad del que regresa a casa, empezarán a caminar impasibles, sin ser conscientes, en un acto extremo de inocencia y confianza de que, cuando avancen por el camino que les espera, habrán de decidir qué bifurcación de éste escoger. Cuando eso suceda, algunos optarán por el camino que les llevará a intentar recuperar las capas de piel que perdieron una vez y les invadirá la necesidad de encontrar a alguien allí con quien unirse, aunque corran el riesgo de seguir sintiendo el impetuoso acechar de la soledad tras ellos y, sin más remedio, hayan de seguir andando siempre solos y desprotegidos. Los que lo consigan y lleguen al final habiendo cumplido su objetivo, conseguirán volver a sentir la magia del acogimiento mental y físico en ellos. Por otra parte, los que no lo consigan, hartos de andar sin ninguna orientación, acabarán recorriendo de nuevo sus pasos para volver al principio y escoger el segundo camino, que tan sólo exigirá de valor y firmeza para soportar que la lluvia y el viento les golpeen con una constancia criminal. Aún así, acabarán consiguiendo también su objetivo. La evasión, tan propia de los años en los que el mundo los idolatraba, volverá para siempre a ellos y, aunque en apariencia parezcan viejos moribundos a los que la vida haya arrinconado y acumulado en una zona concreta poco visible a los ojos de los demás, en su interior guardarán una de las mejores experiencias alcanzables. Habrá un tercer caso. Algunos tampoco lograrán hallar lo que buscaban en el segundo camino y tendrán que volver de nuevo hacia atrás, pues para ellos habrá reservado un tercer camino. Se tratará de un precipicio similar al que habían descindido y escalado posteriormente aunque, en este caso, no habrá manera de agarrarse a nada para poder bajar. Deberán correr el riesgo de tirarse y ser acogidos por un algo sobre lo que mucho se ha hablado y escrito pero del que nadie ha podido hablar jamás con la firmeza del que sabe que el porcentaje de veracidad de sus palabras es absoluto. Conscientes de que se arrojarán a la muerte, serán masticados como una oliva por sus colmillos, siempre afilados. No por conocer su destino dejarán de tener miedo, pero la seguridad de la conclusión a la que habrán llegado será tal y el desamparo que los precederá será tan abrumador que su humana lógica no verá más remedio ante esa situación.


Lo único evidente, la única conclusión válida en todos los casos, será la misma: todos conseguirán su objetivo. Volverán a sentir la estabilidad que habían perdido y que tanto habían ansiado recuperar, habrán conseguido recobrar el calor de los brazos que una vez los arroparon, habrán vuelto a fusionar sus pieles con otras pieles que, aunque no encajarán tan bien en ellos como la original, no tendrán nada que envidiarle a ésta, y habrán dejado, de esta manera, de ser dóciles y vulnerables ante el mundo exterior. Habrán borrado la preocupación y el desamparo de sus mentes, como si de un archivo que va directo a la papelera de reciclaje se tratara. A fuego, grabada en alguna parte de su remoto interior, quedará por siempre la necesidad satisfecha de poder seguir sintiendo de nuevo, en mayor o menor prolongación temporal, la calidez del vientre materno, la confortable protección de esa mano que triplica en tamaño a la tuya y que te ayuda a cruzar el paso de cebra y no te suelta jamás, la sensación que nace del asombro cuando un coche a toda velocidad pasa rozando tu nariz y no arrastrando tu cuerpo gracias a la advertencia de ese grito desgarrado propio del temor de quien un día decidió devolverle el regalo de la vida al mundo y ahora no está dispuesto a perderlo de ninguna manera.

martes, 5 de octubre de 2010

HUYAN SIEMPRE DE LA INDIFERENCIA


No murmuren, no se escondan, no encarcelen la palabra entre esos dientes que mantienen apretados para sujetar la represión psicológica a la que se ven sometidos. No miren hacia abajo cuando sus pupilas se crucen con las de algun tiroteador de espíritu firme, no anden a la deriva del viento a no ser que la vida les parezca tan maravillosa como para hacerlo, no susurren, y si lo hacen, que sea para evocar conceptos que complementen la ligereza de sus palabras. No caigan en el abandono, no sean sumisos del tiempo, no se dejen engañar por la fertilidad del huerto, pues les llevará a caer en picado hacia la mezquinidad. Acaricien el afilado cuchillo del ridículo, no interpongan su voluntad entre el cerebro y los músculos que fuerzan su sonrisa, ni fuercen a éstos a moverse extremadamente si de verdad no se sienten identificados con esa orden. No alcen sus brazos si el ideal, en el fondo, les remuerde. No acaten caprichos ajenos, no dejen de leer nunca, no se fíen de panfletos y de falsas morales, cuya unica finalidad es aleccionar mentes repletas de espacio vacío en su cráneo. No dejen de analizar nunca lo que han leído, ni de buscar la causa primera de las conclusiones derivadas de ese análisis. Jamás se olviden de palparse, ni de mirar hacia fuera sin perder de vista su ombligo. No dejen nunca que su conciencia se marchite y que su yo, que ha de permanecer siempre enterrado en su interior, se escape y jamás vuelva, dejándolos, así, vacíos de por vida. No permitan que el espejo del mundo refleje una percepción equivocada suya. Enseñen a su corazón a saber dirigirse y dótenlo de selectividad, pero no se olviden nunca de la necesidad de fusión psíquica y física, tan vital en estos días en los que el rebaño se vanagloria de su capacidad por arrancarse el corazón del pecho y vagar por el mundo sin oír su propio latir explotándoles dentro. No caigan nunca en el prejuicio, ni dejen que el prejuicio ajeno les marque de por vida, pues éste, con total seguridad, no habrá nacido de la experiencia empírica vital de aquéllos que se creen capacitados para aconsejar y que todo creen saberlo. Tampoco se dejen llevar por sus propios pensamientos, por muy suyos que los crean, si no han nacido castos de influencia, pues habrán surgido del palabroteo de la llevadiza muchedumbre. No dejen ninguna parte de su cuerpo, o casi ninguna, libre de pecado, ni permitan que al caer en el abismo del más allá, su conciencia, aún con la dosis suficiente de memoria necesaria para arrepentirse, valore su estancia en este queseyó en el que nos encontramos y llegue a la conclusión de que sus vacaciones en la vida han sido un fracaso. Hagan que esto valga la pena, disfruten, no callen cuando se lo ordenen si tienen el don de la palabra, del convencimiento y de la razón, y si creen que lo tienen aun sin tenerlo, resignénse, mírense al espejo y pongan cara de gilipollas, pues es lo que son. No le teman a esa puerta abierta detrás de la cual no se ve nada, ni al progreso, ni a los estados de conciencia alternativos. No eviten pensar, ni ser conscientes de quienes son. No huyan del análisis profundo de sus mentes, ni de sus cuerpos, ni tampoco de desconectar puntualmente el lazo que une a ambas partes, pues nada es más maravilloso que ver el mundo en tercera persona. No se fíen y, si lo hacen, no se fíen de ustedes mismos. Transmitan con la mirada el orden de su abstracto interior, que sus ojos no parezcan escaparates vacíos. No amen de palabra, combinen la magia de una letra que cuaje con otra y forme la combinación sonora y visual perfecta con el empirismo más profundo. Bañénse en lo ajeno y llenen sus pozos de su agua sin dejar de mirar su propio mar interior jamás. No acepten caramelos de desconocidos, por muy deslumbrante que sea su sonrisa, pues les deberán la vida, aunque, si lo que les ofrecen es un cigarro, acepten sin rechistar. Agarren sin dudar la mano de aquel que les ayude a levantarse si no tiene intención de arrastrales después a algún precipicio, porque este mundo si se caracteriza por algo es por ser virgen de auras. No se asusten ya que, aunque del temor nazca la prudencia, se corre serio riesgo de que ésta derive en un miedo patológico y enfermizo. No se olviden de su libertad, ni tampoco de dejar de enfrentarse a los que pretendan quitársela. No se dejen llevar por aquéllos que usen la palabra evocando conceptos cuyo significado desconocen. Acéptense o acepten la apariencia de cristal que tanto tiempo han tardado en elaborar. Acepten también a su egoísmo y huyan siempre de la indiferencia. No se fíen del rojo que les prohíba con el pretexto de la creación de un utópico mundo mejor pues, por muy humano y humilde que sea en su conversar, por muchos derechos que busque su puño en alto, sus prohibiciones tan sólo serán otra forma de fascismo barato. No me crean, ni me hagan caso, pues me abrumarían. Tan sólo piensen, analicen, palpen cada maravilloso detalle, cada matiz, cada mirada, cada diferencia, cada irregularidad, cada cicatriz, cada rastro que antaño dejara algún caudaloso río nacido del lagrimal. Observen con detenimiento cada pupila, cada alma, cada mundo ajeno... Y fusiónense con la nada que en ellos habita. Y repito, huyan siempre de la indiferencia.