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lunes, 2 de mayo de 2011

GOOD NEWS, BAD NEWS



 A veces la mágica soledad de la noche se ve interrumpida por lo inesperado, que adopta formas hasta el momento desconocidas para penetrar directamente en el cerebro y desencadenar una serie de procesos cuyo final acaba siempre siendo el mismo, y se manifiesta de igual forma en todos los casos a través de la descomposición de toda parte del rostro que nos representa en el mundo exterior. Hace apenas una hora empezaba a correr un rumor a través de los medios estadounidenses, que se expandiría, en el enclave de un fenómeno habitual ya en estos tiempos, a través de las redes sociales y que quedaría acreditado cuando ha sido confirmando definitivamente por el presidente de los Estados Unidos. Osama Bin Laden ha sido asesinado.

Estados Unidos es un país que tiene especial inclinación por crear un enemigo común para toda su población en quien poder volcar todo odio, incredulidad y desamparo, hecho que íntrinsecamente va acompañado de una expansión de esos sentimientos hasta convertirlos en comunes en todo el mundo. Una prueba de ello está siendo la celebración, que a nivel personal considero inútil y ridícula, de la muerte del terrorista islámico por parte de la población, más propia de la celebración de un título deportivo. Aunque entiendo que el dolor que provocó en ellos y en su orgullo el atentado que tuvo lugar años atrás es un factor importante e influyente. Pero más allá de eso, la obcecada campaña para capturar al enemigo público número 1 de todo americano ha sido efectuada con éxito finalmente, y podrá cicatrizar ahora la herida que el pueblo tenía aún abierta, gracias también a la evaporación del miedo que les producía que el silencio que mantenía últimamente pudiera significar la preparación de algún nuevo atentado.

Más allá de ese sentimiento propio de los momentos posteriores e inmediatos a la noticia, no acabo de ver en su muerte un hecho positivo. La misma capacidad de liderazgo que hizo que Bin Laden formara un ejército para su inútil causa con éxito, era una cierta garantía de un savoir-faire que comportaba un planteamiento y un análisis absolutos de cada acto, que a su vez permitían ver una cierta racionalidad en lo que hacía. Sin embargo, su muerte significará la llegada de un nuevo líder cuya identidad está por saber, a causa de las bajas que la banda terrorista ha sufrido recientemente entre aquéllos que deberían haber ocupado el cargo del ahora fallecido. Ese hecho puede comportar la voluntad de demostrar, a toda costa, que la banda sigue viva y que tiene fuerzas para estarlo mucho tiempo, y de querer empezar a construir un nuevo legado. Por otro lado, su muerte carece parcialmente de valor práctico, pues pertenecía a una corriente del islam en la que poco importa la vida de quienes la forman siempre que mueran por una causa que no concibe las identidades de sus creyentes más allá de su papel como alimento ideológico.

viernes, 29 de abril de 2011

TRES ADJETIVOS, TRES DIMENSIONES

PREOCUPANTE



Desde que elegí enamorarme del fútbol o el fútbol decidió enamorarme a mí, hace ya unos cuantos años, varios indicios acabaron llevándome a conclusiones que a día de hoy aún mantengo firmes en mi pensamiento. Entendí que lo que le da sentido a este deporte, aquello que lo convierte en diferente es la capacidad de algunos jugadores para convertir la rebeldía solitaria del balón en una sumisión absoluta, gracias a una capacidad increíble para dominarlo y para otorgarle algo que sólo ellos poseen y que hace que cobre vida propia. Tuve claro, también, que a aquéllos que consideraban mezquinos a los aficionados al fútbol por estar 90 minutos delante de la televisión "viendo a 11 tontos dándole patadas a una pelota", se les escapaba el enigmático secreto de este deporte y todo lo que le rodea. Entendí, también, que el fútbol, para bien o para mál, traspasaba la línea de lo deportivo porque históricamente la afición a un equipo o a otro ha tenido consecuencias que han ido más allá de lo simplemente lúdico. También me enseñó la historia que de nada sirve presumir de señorío cuando el pasado indica lo contrario, por muchos títulos vacíos de los que se puedan llenar algunos la boca. Por ese motivo, no tuve otra opción que sentir unos colores que defendían una forma de jugar, de hacer y de ser que ningún otro club ha defendido jamás, y que son los que realmente diferencian, a la larga, a unos de otros, y su imagen en el exterior. Mientras absorvía todo eso, curioseando cintas viejas narradas por Lluís Canut, fui consciente del club al que pertenecía, histórica y estratégicamente maltratado con el objetivo de que 'una colla de separatistas' no hicieran sombra al conjunto adalid que un que un día parió la madre patria para iluminar al mundo y llenarlo de grandeza. La historia pronto dejó paso al presente y pude apreciar, y es algo que jamás ha cambiado hasta ahora, que el FC Barcelona, cuando jugaba o trataba de jugar al fútbol, debía luchar contra la fuerza de sus rivales, pero también contra la de los árbitros. Me cuesta recordar algún encuentro en el que no haya salido gravemente perjudicado, y no quiero pecar de poseer una memoria selectiva, pues en otras ocasiones también han sido los árbitros los que han allanado el camino de la victoria al equipo. Aún así, la mente del culé, del aficionado al Barça, y la de los jugadores que han hecho grande a este club, siempre ha sido consciente de esa apreciación y se ha acostumbrado a intentar sobreponerse a ello con un estilo de juego incansable. Cada gol anulado injustamente o cada penalti no pitado eran y son un nuevo reto para seguir atacando para tratar de agujerear la red contraria. Y repito, es algo que no ha dejado de pasar de momento. Desconozco si se debe a estrategias, manipulaciones, presiones o simplemente a la mala preparación de unos árbitros que nunca saben cómo aplicar el reglamento de forma rigurosa, estricta y uniforme. Nunca me ha servido el argumento que atribuye a su humanidad la obligación de disculpar según que equivocaciones. Porque se puede equivocar un jugador, y dar un mal pase, o disparar fuera, o resbalarse un defensa y dejar a su portero solo ante el peligro. Eso forma parte del juego. Pero un árbitro, que ejerce o ha de ejercer de juez regulador imparcial e implacable, y que cuenta con suficiente asistencia como para poder hacerlo de la mejor forma posible, no debería cometer según qué errores de suma gravedad en los que a día de hoy muchos continuan cayendo.

Por ese motivo, es lamentable que, desde que el Barça alzara el vuelo de nuevo hace ya siete años tras su periplo por el mal juego causado por proyectos poco sólidos y malas elecciones y decisiones, volvieran a desempolvarse viejas estrategias de distorsión, disuasión, acusación y ensuciamiento de la imagen del FC Barcelona atribuyéndole un continuo favor de los árbitros realmente inexistente bajo el nombre de "Villarato", cuya base primera, la presunta buena relación del club con el presidente de la Federación y su presunto odio hacia el Real Madrid, quedan bastante en duda con según que imágenes que pueblan las hemerotecas de algunos diarios de la capital. Es decepcionante que un club que, como he dicho, históricamente ha luchado precisamente contra el desacierto del arbitraje nacional, cuyo nivel es realmente bajo y pobre salvo contadas excepciones, sea acusado continuamente desde entonces. La gota que colma todo lo que compone el mosaico de este asunto es lo que descubría Carles Folguera meses atrás en su blog, que el pasado martes recibió un boom de visitas tras el intercambio de declaraciones de Jose Mourinho y Pep Guardiola en el que el técnico catalán acabó haciendo referencia, demostrando un dominio de este deporte y de todo lo que lo rodea impresionante, a un término con el que el periodista afincado en Madrid acuñó a una serie de personajes de la capital: "La Central Lechera". El término va más allá de ser un sinónimo del habitual, "La Caverna", y engloba a una serie de periodistas que no son capaces de concebir un Real Madrid sin Florentino Pérez, de igual forma que el devoto cristiano no es capaz de concebir su religión sin cierto personaje histórico que ha dado algo que hablar a lo largo de los tiempos. Folguera no dio nombres pero algunos han sido más atrevidos y han apuntado, como principales enlaces de Florentino, hacia el recientemente despedido ex-director del diario Marca, Eduardo Inda y hacia Antonio García Ferreras, director de La Sexta. Lo que sí afirmaba el periodista catalán es que, teledirigidos por el Ser Superior, tenían establecido un plan mediático muy concreto que, sumado al fichaje como entrenador de José Mourinho, tenía como objetivo acabar definitivamente con la hegemonía virtual del FC Barcelona en el fútbol europeo. Sus premisas eran claras: insistir con el Villarato, acusando continuamente al club de gozar del favor de los árbitros, acusarlo de practicar dopaje, y por último, si no era suficiente, dejar caer también el puntiagudo tema de la compra de partidos, sombra que empezó a aparecer con fuerza el miércoles en las palabras de Mourinho en su rueda de prensa posterior al partido.


JUSTO



Es sorprendente que el que hace unos años fuera designado como peor árbitro de la Bundesliga, Wolfgang Stark, se erigiera ayer como el primer árbitro justo en mucho tiempo en un partido del Barça, pasándole la mano por encima a undianos, muñices y compañía. Y fue justo porque simplemente se dedicó a dejar que la pelota rodara, con más o menos fluideza, y a penalizar todo aquello que penalizara al propio fútbol y que impidiera su desarrollo, más o menos físico. Porque, aunque como culé, el fútbol que valore sea el de toque, sé apreciar el valor de la estrategia bien hecha, modelo igual de lícito que el anterior. Otra cosa es cuando ese fútbol estratégico trata de sobrepasar los límites de la legalidad y se basa en premeditadas presiones al árbitro en cada acción, en reiteradísimas acciones violentas que rozan lo surreal y demás. Ése, es el antifútbol auténtico, no el estratégico y el que trata de ganarle al Barça esperándole, que de momento sólo le ha funcionado a Mourinho ante el equipo culé cuando el arbitraje le ha permitido desenvolver todas sus armas. Ésa es la respuesta al porqué que ayer buscaba un Mourinho impertinente, más cínico que nunca y ya demasiado desgastado en la rueda de prensa posterior al partido. El árbitro supo gestionar las presiones de los jugadores del Madrid y permitió que el fútbol se practicara. Con eso bastó. Ojalá volviera ese Madrid que nos deslumbró a todos con Zidane y compañía, y viviéramos un auténtico duelo, en el que se enfrentaran dos equipos de verdad, con sus propios estilos y su potencial, y fuera una auténtica fiesta del fútbol, y no tuviéramos que preocuparnos de expulsiones ni de gilipolleces. Ojalá. Porque no nos engañemos, el primero que quiere que el Madrid juegue con 11 todo el partido es el Barça, siempre que se lo merezca, y no Mourinho, para demostrar por qué ha sido el único equipo capaz de conseguir seis títulos en una sola temporada hasta ahora, o por qué en Europa babean cuando oyen el nombre del club y de sus estrellas, totalmente alejadas de cualquier polémica y favoritismo arbitral, ése que tanto cita interesadamente, con cierta amnesia selectiva, el entrenador del Real Madrid.


HUNDIDO


El Mourinho de ayer recordaba al Hitler interpretado por Bruno Ganz que podíamos ver en el film El Hundimiento, ya en sus últimas horas. Era un Mourinho hundido que ha sido incapaz de salir victorioso, de momento, de esta serie de partidos que marcará de por vida a ambos clubes, y más allá de eso, que carece de valor para él, su propia carrera deportiva y su orgullo. Hundido porque su discurso, el de su personaje, ya está agotado y cada vez roza más un cinismo que pronto no se creerá ni el propio madridismo. Pese a todo, la afición aún está volcada con él a muerte. Un ejemplo simple pero preciso es que su fotografía habita los perfiles de muchos madridistas en Facebook. También lo hace la de Guardiola en la afición culé. La diferencia es que los blancos idolatran a alguien que, con su figura, ha sometido al club, a su historia y a su propia afición, mientras que el culé hace lo respectivo con alguien que ha sometido su propia figura y su persona a un club al que ama y a una afición que ha sabido premiar ese hecho.

Y es que a Mourinho lo recibieron como a un Dios. Era la única entidad en el mundo capaz de acabar con el Barça. Por eso asumir la realidad les dolería más que continuar creyendo en él. Lo que no saben es que ni él cree en si mismo. Porque sus palabras dirán e insinuarán lo que él quiera, pero sus ojos no engañan. Es fácil vender un personaje a base de elaborarlo con experiencia y años, pero conseguir que evolucione es otra cosa, y él no lo ha conseguido. Y la 'táctica Mourinho', que le ha servido para convertirse en uno de los mejores técnicos de Europa, ya está agotada. Pero la afición ha vendido su amor por el club y lo ha cambiado por una entrega absoluta e incondicional hacia él. De ahí nace toda la impotencia que a día de hoy jugadores, medios, afición y compañía reconvierten en argumentos vacíos, infundados y de escasa solidez en contra del FC Barcelona. Porque es duro presenciar en primera persona como alguien a quien consideran una deidad, bajado directamente desde los cielos para ofrecerles la salvación y el éxito, no va a conseguir su objetivo. Porque, no nos engañemos, si el FC Barcelona se lleva la Liga ganándosela de esta manera al Real Madrid, en un duelo directo del que ha salido claramente victorioso, y si pasa a la final de la Champions el próximo martes dejando en la cuneta de nuevo al conjunto blanco, habrán fracasado, sea capaz el equipo culé de conseguir después el título en Wembley o no. Sí, habrán conseguido plantarle cara al que para muchos, entre los que me incluyo, es el mejor equipo del mundo, algo que ya tiene mérito teniendo en cuenta la trayectoria merengue durante estos últimos años. Habrán conseguido también una Copa del Rey que, dado el contexto, será la más amarga de su historia por los recuerdos posteriores que la acompañarán. Pero habrán fracasado. Y lo que me produce más curiosidad es que, en lugar de intentar conservar aquello que un día amaron, y que les hizo grandes, ese fútbol poderoso, reconvierten sus argumentos históricos y futbolísticos y la defensa de ese ideal en base a lo que les ha ido dictando el ente intocable portugués, protegido desde la sombra por un Florentino que me preocupa más que nunca. Dudo que el madridista se enamorara de este deporte o de su equipo para tener que tragar ahora con un juego tan pobre e insulso, que se basa en el del eterno rival tratando de encontrar un antídoto que permita vencerlo a cualquier coste. Si el aficionado se enamoró del Real Madrid, lo hizo por jugadores como Di Stéfano, Puskas, Míchel, Butragueño, Zidane, Raúl, Beckham, Figo, Roberto Carlos y demás estrellas que al culé le duele recordar porque sabe que impidieron que nuestra historia fuera más brillante de lo que ha sido. El Madrid, si algo ha demostrado durante el siglo de vida que tiene, es que cuando realmente es grande e imparable, cuando merece de verdad la admiración de todo el aficionado a este deporte, fuera ya de las murallas que protegen el sentimiento hacia un club y hacia unos colores, es cuando se centra en un proyecto deportivo que de verdad apuesta por el fútbol. Por eso, si no zarpan a tiempo y se dan cuenta de que el cinismo de Mourinho está llegando a un límite que lo convertirá en bufón de ese teatro del bueno que tanto le gusta, y no deciden bajarlo del Olimpo a rastras, el Madrid arderá con él. Y el aficionado, ése que está esperando hasta el final y que se resiste a creer que ese Mou del que tan bien le habían hablabado y que tanto les iba a dar no va a responder a las espectativas que rodearon su llegada y su estancia, se encontrará en una situación de desamparo absoluta. Peor aún si siguen dándole la oportunidad a Florentino Pérez de seguir dirigiendo a su antojo el club. Olvidan rápido que se marchó por la puerta de atrás sin más una vez y no se dan cuenta de que está más desgastado de lo que lo estaba Núñez cuando dimitió, salvando las diferencias entre el primero, un auténtico capo del fútbol español, y el segundo, ejemplo claro del papel impotente de la mayoría de los presidentes que el Barça ha tenido a lo largo de los tiempos. Mientras tanto, el fútbol vuelve el sábado en Anoeta y el martes, si el contexto lo permite, seguirá habiendo justicia. Y por mucho que Mourinho haya conseguido que tras la derrota de su equipo tan sólo se hable de él, el Barcelona volvió del Bernabéu con dos goles de un Leo Messi que volvió a ganarse los gestos de rechazo del aficionado merengue en sus celebraciones, propios de la rabia impotente de un madridismo que no quiere reconocer que cada vez se siente más vulnerado y desprotegido por aquellos que teóricamente tendrían que ser la causa y el motivo de unas alegrías que, a este paso, tardarán muchos años en llegar.

Por último, sí que me gustaría agradecerle a Mourinho y a la directiva del Real Madrid el hecho de que hayan calentado tanto estos momentos en los que no se discierne con demasiada claridad si nos encontramos en el post-partido del miércoles o en el pre-partido del martes, pues han acabado con cualquier posibilidad de que el Barça pudiera presentar cualquier pequeño síntoma de relajación o de confianza excesiva tras el buen resultado obtenido en la ida de cara al partido de vuelta, en el que nadie duda que el Real Madrid saldrá a matar. Prepárense para disfrutar del partido definitivo. La historia nos ampara. El presente nos acoge. El futuro nos espera. Dicho esto, perdón por ensuciar de sensacionalismo futbolístico este blog, algo que trato de evitar siempre que puedo, y además, por hacerlo hablando realmente poco de fútbol. Pero era lo que tocaba.

viernes, 15 de abril de 2011

GENEALOGÍA DE LA PALABRA



Antes. Mucho antes de que los astros decidan conjurarse dentro de ese extraño éter en el que flotan ideas, sentimientos, conciencias e inconsciencias, de que se deslice, desde las cuerdas vocales, el flujo que acabará llegando a los labios con el objetivo de arrastrarla hacia fuera. Mucho antes de que éstos se propongan dejar que de ellos brote y cambie el mundo o el mundo la cambie a ella y de que se pierda en un intercambio de preguntas y respuestas, de afirmaciones y negaciones, que acabarán provocando que se diluya en el olvido o que quede desfigurada para siempre. Antes de que haya conseguido cumplir su función y se haya convertido en innecesaria y tan sólo sea recordada como la llave que abrió una puerta cerrada que guardaba largas horas de anhelo, de que vuelva a ser prisionera de otra mente y de que intente volver a luchar por la libertad, y de que vuelva a conseguir desatarse con una nueva forma, con un sentimiento nuevo y un propósito renovado, y explosione de la mano de esa magia de lo repentino. Antes de que todo eso ocurra la palabra ya existe. Quizás aún sea una vaga abstracción sin forma alguna en medio de una galaxia de pensamientos de la que acabará resultando. Quizás su semilla aún se encuentre en el interior de cualquier pupila incapaz de reaccionar y apartar su objetivo de los yacimientos del asombro. Quizás se encuentre dentro de ese murmullo que no deja de retumbar en nuestro interior y que acaba convirtiéndose en el protagonista absoluto del acta cerebral del día o del siglo o tal vez esté escondida en la más remota partícula de una ilusión esquelética, o de un proyecto inacabado, o de uno que ni siquiera ha comenzado aún. Tal vez sólo sea una esencia. La esencia que se esconde tras el sol mientras acaricia el mar, o que flota en el mar cuando acaricia la piel, o debajo de la piel cuando se une a otra, o de ambas ajenas al tiempo y al espacio, unidas en una mirada que nunca termina. Quizás sea la causa de la inquietud de esos ojos que tratan de comprender y que chocan con otros en su búsqueda y se convierten a la profusa religión del sedentarismo, o quizás sea la consecuencia del nomadismo del alma y de su eterna voluntad de llegar a ese lugar dónde poder armarse de valor para plantarle cara a la muerte. Nadie sabe si tras ella está esa sensación imborrable de que algún día todo acabará y ninguna huella quedará de lo que verdaderamente fuimos, de aquello que hizo que vivir fuera algo más que una decisión unilateral del destino de dos ilusos. O puede ser que tan sólo flote por ese ruido que vuelve una y otra vez. Quizás sólo sea esa música que intenta borrar la indiferencia de las salidas de las estaciones de metro, que intenta mostrarle al mundo que hay algo más allá de esas canciones de voces que no comprenden lo que narran, ni narran auténticamente aquello que hay que comprender. Quizás esté en la maldita letra de esa canción que se convierte en un infierno de arenas movedizas cada vez que nuestro dedo índice invoca al masoquismo más profundo dándole a “reproducir”, o su melodía, que evita encarecidamente marcharse. Quizás sea odio. O esa tensión exiliada que ha conseguido volver. Repulsión hacia la lejanía. Anhelo por la cercanía. Lamentos. Sueños incumplidos. O tal vez sólo sea lo único capaz de reconstruir un corazón de cristal, o la única arma capaz de destruir un corazón iluso. Posiblemente sólo sea un sueño cargado de incomprensión y paranoia, de luces y experiencias que florecen de las capas inferiores de nuestra existencia y de las que al despertar tan sólo queda un cementerio lleno de lápidas de recuerdos muertos sin nombre que jamás han existido. Quizás sea ese fin que espera sentado, cigarro en mano, la causa que tanto se está haciendo esperar. Quizás sea la perfección de esa excusa, la idoneidad de ese pretexto, la salida de emergencia, el sudor neurótico del vulnerado o un motivo escondido detrás de un disfraz. Quizás sea la emperadora del país de los prejuicios o la llama de la libertad que todo lo quema, incluso a sí misma. Tal vez sea el alma en ese preciso instante en el que está a punto de escapar quién sabe dónde, o sea ese discurso huérfano, apadrinado por un ideal, o ese ideal cuya deificación banal lo ha condenado a una vida vegetal que ansía la muerte. Quizás, tan sólo quizás, sean esas voces que claman al unísono, que sólo pierden el tiempo, o tal vez sea la convicción de que perder el tiempo precisamente es la única vía para conseguir la fórmula secreta que permitirá vencerlo. Tal vez se encuentre en la sabiduría inconsciente del suicida o en las tertulias inútiles que su muerte generará, que tratarán de comprender inútilmente. Quizás esa palabra, que aún no existe y que carece de ese sonido mediante el que poder despegar al espacio exterior, jamás despliegue sus alas, o lo haga y sea imparable a causa de lo atractivo de su condición. Pero antes, mucho antes de ser extirpada de cualquier boca, de ser abandonada a la intemperie o de ser momificada para que perdure eternamente, esa palabra está ahí, en algún lugar de aquello que nos compone. Está presente, aguardando, y su prematuro latido se intensifica a medida que se reproduce y se divide y va creando una flota incapaz de ser vencida. Su momento llegará cuando esa conjunción de ideas dicte sentencia, una vez se hayan unido o distanciado para siempre, y acabe surgiendo para acabar con el estoicismo de los rostros de las personas en cuyos oídos se depositará lista ya para actuar.
A veces se esconde. Se esconde muy dentro. Nadie la encuentra. Nada la encuentra. Atrás, los tiempos pasados de premeditación, ya desechados, y con ellos la finalidad para la que fue forjada y la lucha contra sus fantasmas. Esperan ahora millones de impertinentes respuestas, capaces de despedazarla y obligarla a recomponerse o morir. Aún así, esa primera palabra se abrirá paso y dejará atrás la condensada capa de inquietudes cargadas de desesperanza. Brotará. Intentará impresionar al mundo, o llenarlo de argumentos vacíos, y estallará en forma de grito buscando el impacto, pero a veces sus intentos son en vano y podría acabar relegándose a ser un anuncio indiferente. Otras veces, se esconde en un susurro cuyo misterio hace que adquiera una fuerza penetrante. Pecando de hipocondría, le invadirá el temor y recordará su alergia al viento, cuya aparición inesperada podría llevársela lejos, robándole su sentido y su cobijo, sin un oído que le abra las puertas de la comprensión, lejos de un tímpano en el que permanecer eternamente. Su mensaje se perderá, como todo aquello que sólo existió en voluntad pero acabó olvidando su fin. Sus ropajes rotos la convertirán en nada por muy intacto que se encuentre su interior. Sólo quedará la fotografía en blanco y negro de lo que fue, y esa fuerza suprema de la que nació. Pero ahora todo eso queda demasiado lejos. Ahora está lista para desencadenar un sinfín de reacciones que tal vez culminen con el levantamiento de una estatua en su homenaje o con el borrado sin piedad de su recuerdo. O quizás sólo ese silencio que todo lo cura y todo lo mata dignifique su presencia. O sea tal vez la mirada de esos ojos que no pasan desapercibidos cuando saben el porqué de sus movimientos. Pero si muere, si esa palabra muere, será recordada como la única deidad que fue capaz de decidir sobre el devenir de la existencia y de cambiarla por completo. La única que pudo encontrar la emoción en la cueva del hieratismo y que supo convencerla para que regresara.
Como un tren de alta velocidad, dejará atrás a sus pasajeros, aquellos que creerán haber encontrado ya su destino. Huirá. Se esfumará. Las que la seguirán no podrán ocultar su envidia, conscientes de que jamás podrán modificar la genética de los recuerdos como ella. La primera palabra andará ya demasiado alejada cuando otra consiga dar un golpe de estado en la conciencia gracias a un instante concreto, y pueda alzar el puño con la fuerza suficiente para ocultar su luz aún presente. En medio de una nube gris cargada de ganas de llover, quizás rompa el silencio el torpe aletear de una palabra nueva que aún no habrá aprendido a nadar entre el canal que une boca y oreja, como si la obra de su predecesora no le hubiera servido de nada. Y correrá. Despavorida, rechazada por la aceptación. Y caerá en las fosas ocultas del arrepentimiento.
Los golpes duelen pero no dejan cicatrices y tratará de reconstruirse. Necesitará ocultarse en su crisálida formada por gestos y tópicos, por miradas perdidas y por sonrisas carentes de fuerza que guardan el misterio de esconder detrás la incapacidad de sentir lo que tratan de manifestar, que tan sólo son un disfraz hecho de nostalgia, escondiendo así el vacío alimentado de ausencia de ruido, propia de esos momentos en los que ya nadie habla y sólo quedan ecos que transitan ingrávidos por algún lugar ilocalizable del recuerdo. Sin embargo, esas sonrisas de cartón darían su vida, esa que ya han aprendido a no valorar, para que ese ruido volviera y siguiera sonando. Darían su vida por saber disfrazarse mejor y poder ser lo que pretenden ser, pues tan sólo les queda el recuerdo de otra época mejor cuyas emociones, cuyos motivos, que sólo a ellas les pertenecen pese a que la incandescente ira de la decepción pretenda aliarse con el olvido para eliminar rastrojo a rastrojo lo que de ellos queda, han sido adaptados. El pasado y su mano invisible las agujerea por dentro, como si millones alfileres fueran perforándolas lentamente, y saltan al precipicio. De ahí surge una copia de lo que un día fueron, sin ese significado que entonces poseyeron. Con su camaleónica nueva forma, recuperan aquella silueta estereotipada, con las alarmas activadas que advertirán de que sus presencias son exigidas en alguna conversación determinada que les importará una puta mierda. Y sonreirán. Aparecerán esas malditas sonrisas forzadas otra vez, que por muy elaboradas que sean no podrán esconder del todo lo que detrás refugian. Los ojos revelarán la historia apócrifa del alma a la mínima oportunidad de la que dispongan y reproducirán una y otra vez esos malditos pensamientos que nacen y mueren y lo llenan todo de ceniza, que se entrelazan y tratan de concluir de alguna manera sin conseguirlo, en su eterna búsqueda de un nuevo titular, de un lema vital que será tatuado en la frente cuando sea hallado, ocupando el vacío del anterior, ya almacenado, y que tendrá el deber de crear las raíces tras el final del presente. Dejará atrás cualquier decadencia del pasado, esos sábados en los que la memoria se marcha de viaje sin saber que está muriendo o de su regreso. Porque siempre vuelve. Siempre lo hace para dar paso a esas decrépitas tardes de domingo, en las que parpadear es un reto, y se encarga de recordar con su ley de sangre quién dicta las reglas. Esas tardes de sueños que van a parar a no sé dónde, de deseos relegados al susurro entre dientes. Pero ese lema, ese nuevo lema, resonará cada vez que aparezca la tentación de volver al barrizal que aún impregna todo de marrón. Y esa sonrisa tan forzada como delatadora desaparecerá. Porque las sonrisas no saben dudar. Porque las sonrisas nunca han podido engañar.
Y entonces ya sólo quedará el final. Aparecerá el silencio. Ese silencio prenatal más propio de aquellos momentos en los que nada fuimos, de los que nada recordamos, que poseen el as debajo de la manga de poder regresar para siempre en cualquier momento, aunque sepan que permanecerán solos en el olvido del desconocimiento, pues sólo existe lo que se recuerda. Quedará sólo esa última palabra. Cuando la primera ya sea tan sólo ese recuerdo cuyos matices se han perdido, surgirá para intentar hacer su aparición estelar. La última palabra, esa que brotará de los resquicios de la histeria ya moldeada y lista para ser expulsada. Esa que hasta entonces habrá yacido en el subterráneo mundo de la verbalización involuntaria, que será encontrada entre los recuerdos y que intentará cazar una nueva respuesta, que apacigüe la intolerancia a la vida, que acaricie con su último sonido la madera de ébano de la puerta de entrada a una nueva coyuntura de intercambio de experiencias, que respondan a una voluntad real de cumplir la promesa firmada al nacer de intentar borrar con prevención, del futuro, cualquier muestra de arrepentimiento por no haber sabido apreciar la propensión a la destrucción de algunas miradas desviadas de su camino que intentan recuperar el instinto de supervivencia, y que se clavan en la baldosa más cercana por miedo a levantarse.

viernes, 18 de marzo de 2011

TEMPVSCIDIVM


Fulminaría a cualquiera que le dijera que la traición de la aguja de su reloj, causada por la ambición de arañarle dos minutos al tiempo, carece de importancia. Mataría, con esa mirada quieta y silenciosa propia de la candidez típica de su edad, a quien le dijera que no tiene sentido indignarse porque un reloj vaya avanzado dos minutos. Quizás, cuando el tiempo ya le haya borrado cualquier indicio de vitalidad, se abochorne, al reseguir la línea que dejaron sus pasos en su pasado, y la profunda huella que en ocasiones selló su rastro, causada por una estancia demasiado prolongada en ciertos parajes. Y es que si tuviera diez años más, alejaría de su cabeza planteamientos semejantes a los que ahora acechan agujerear su cráneo, y no perdería demasiado tiempo en expandirlos en forma de cábalas sin solución ni consuelo. Tan sólo reajustaría el minutero calcando la hora de cualquier otro reloj que gozara de mayor salud y pasearía su languidez por otros asuntos que no por ser más comunes y trascendentes serían más inquietantes. O quizás, en un acto de gran atrevimiento, viviría calculando esos dos minutos de diferencia constantemente, durante cada acto de su vida en el que su vista requiriera estamparse contra su reloj buscando el consuelo de haber ralentizado sus agujas y haberle ganado la partida. Pero ahora, aunque le abriga la amplitud de la distancia respecto a la soledad del desconsuelo, vive con el pesar de estar anticipándose indebidamente a los hechos, con un miedo al futuro propio de quien aún tiene demasiado que devorarle al presente. Y es que, aunque antes de que se dé cuenta echará de menos esa apacible sensación que tienen los humanos durante su estado embrionario, apenas ha empezado a vivir y algo en su interior ya le grita que cada minuto es lo único que le pertenece. De hecho, pocas veces estará tan seguro de eso como ahora. Con el tiempo aprenderá que poco sabemos de los recuerdos y de la huella que dejan en el núcleo del corazón, y sabrá que acaban convirtiéndonos en una figura invisible paralizada por el miedo a no volver a sentir. Sólo sirven para rellenar las páginas de un libro que jamás será ya releído y que no volverá a sentir el tacto de la tinta si se prescinde de prolongarlo. El pasado posee esa enigmática esencia capaz de paralizar los sentidos para impedirles evolucionar.
Aún no ha aprendido a percibir el acechante tic-tac que a los demás rodea y que rellena gustoso de miedo demoníaco la oscuridad de la noche vacía durante esos momentos en los que el sueño y la vigilia juegan a morderse la cola. Ese tic-tac forma parte de él mismo hoy y le acompaña en la magia de un tiempo que aún no comprende pero que siente arder en su aorta como si lo fuera a diluir en mil partículas en cualquier momento. Hace que sienta la necesidad de arrastrar la cara por cada minuto que ante él se pasea para convertirlo en un recuerdo, tal vez innecesario en su presente, que le acabará resultando imprescindible durante esos días futuros en los que su alma no sepa dónde anclar.
Del futuro poco sabe. No es capaz de imaginar que, más allá del horizonte, existe un mundo que él sólo percibirá, ya adormilando, cuando aquello en lo que se haya convertido se arrastre hacia allí. Porque cuando lo haga, será otra persona, con el mismo mar en los ojos, aunque quizás por entonces el agua se haya comido parte de la playa. Quizás no se parezca en nada a aquel que se encargó de dar origen a las aspiraciones que le llevarán a ser un habitante del futuro. Sabe que la vida es un continuo ahora o nunca, aunque con los años esa seguridad se pierda y sólo quede su tremenda ausencia acompañada de ese vivir para el futuro constante y una visión del presente efímera y segmentada. Acabará dándose cuenta de que muchos se llenan la boca o la piel de palabras vanas y de tinta apologizando a un ‘carpe diem’ vacío que carecerá de sentido en bocas que jamás lo habrán sentido dentro.
Para él, que acaba de abrir los ojos, no existe ningún final, ni una concepción de su futura presencia, aunque algo le diga que se encuentra en una cuenta atrás. Aún está a salvo del miedo, que en él aparecerá, y del comercio de almas al que se dedica. Tiene todo por hacer, por muy reducido que sea su coto de caza. Acabará aprendiendo a aumentar sus dimensiones y a adentrarse en experiencias que ahora relega a la mendicidad a causa de los prejuicios que le han transmitido por el cordón umbilical. Entenderá los elementos que componen la difusa inexistencia tras analizarlos y los incorporará como crea conveniente a su historial vital.
Aún no sabe que poco a poco cambiará, por la propia idiosincrasia de la transmisión de sonrisas de plastidecor, y que dará el paso fundamental, en el que deberá comprar un modelo de vida caduco e incoherente que le llevará a temerle al mismo tic-tac del que antes se apropiaba y de cuya efervescencia se enorgullecía. Le temerá a ese tic-tac que acompañará al deglutir de facturas por parte de su conciencia, y al olor metálico de la sangre que brotará del cajero automático cuando se encapriche con no escupir más billetes. Odiará el tic-tac funesto que sigue a un golpe en la puerta, y el que le acompañará en su posterior arrepentimiento. Lo maldecirá cuando se encuentre escondido detrás del pitido impertinente de un tren o de un claxon de coche. Matará por introducirlo de nuevo en su interior para que lo alimente a él y no al acto final de su existencia. Acabará odiando ese tic-tac incómodo de las funerarias, cuando las pasiones ya han sido vomitadas y quedan de forma residual, y también odiará el dolor que se decida a interrumpirlo. Convivirá, ya al final, con ese tic-tac de nuevo, pero esta vez paralizado en un segundo a merced de la eternidad que ya no tendrá fuerzas ni ganas de prolongarse y dejar paso al siguiente.

Con el tiempo, si no adquiere poderes camaleónicos, sufrirá continuamente el tortazo en la cara de ese tic-tac, y sentirá la rabia que nace de las mejillas cuando se ven magulladas incomprensiblemente una y otra vez. Sólo le quedará saber desglosar la realidad. Así conseguirá que ese tic-tac vuelva a arderle dentro hasta que la muchedumbre encarcelada alce las armas para eliminar todo aquello que lo convierta en diferente a ellos, sin saber que el culpable no es él, sino el hechicero disfrazado de padre que les vendió las armas.

Hoy muchos darían lo que fuera por esa sensación que les han robado sin saber cómo y que les ha convertido en peones de calle cuyo sinsentido vital permanece latente pero escondido en esperanzas de cristal. Siempre nos quedarán los sempiternos descubreaméricas y sus respectivos compramotos que seguirán creyendo que la vida, que tantos millones de páginas ha sido capaz de rellenar aportando nuevos matices en cada una, es esa aburrida mierda que están viviendo. Creerán que es eso. Pero sólo lo creerán. Algún día quizás se den cuenta de que creer no es un buen compañero de vivir, y que si de verdad estuvieran haciéndolo jamás hubieran tenido algo tan claro.

miércoles, 2 de marzo de 2011

RELATIVA FICCIÓN, OFUSCADA IRREALIDAD

 

Dos motivos diferentes o dos fines opuestos, una elección que depende totalmente de la visión de la que proceda el juicio. La diferencia surge de ahí. Las características divinas o satánicas de la que son dotados ambos territorios divididos por la grieta que ella crea son una consecuencia demasiado propia del concepto de humanidad popularmente extendido hoy en día, que desdibuja paradójicamente esa discordancia al arrastrarla a un mismo principio y final. Por muy alejadas que parezcan dos causas contrapuestas, no dejan de anhelar un mismo sueño, pese a que los que las defiendan mantengan semblantes diferentes causados por la forma de luchar, a la intemperie y con las manos llenas de mierda y sangre unos, otros bajo algún manto sacro que los protege a ellos y a su complejo de rey Midas. La diferencia reside en la épica y en poco más, pues el camino seguido no se aleja tanto pese al empeño de esa incrustación de valores que hacemos nuestros por pura admiración, que idealizamos sin saber hasta qué punto nos convienen o los conocemos. Y desaparece, como si supiera que allí no pinta nada, consciente de que jamás ha existido, de que es un invento de los axiones de millones de despiadados hipócritas que no cesan de intentar ajustarse a la silueta estipulada sin preguntarse si es la adecuada. Un cúmulo de vanas ideologías nos arrastra a defender una causa, a admirarla sin darnos cuenta que lo único que hacemos es huir de un pasado marcado por unas experiencias que han decidido invisibilizar el trauma provocado. Esa causa se convierte en nuestro sueño, y como todo sueño, se fundamenta en el anhelo de aquéllo que se resiste a ser conquistado. El error es convertirlo en una nueva cruzada con un dios distinto a quien honrar. Tan sólo se trata de la lucha de la relatividad y el subjetivismo. Y es que al final, cuando nada es un recuerdo y un augurio, un pretérito y un futuro, sólo queda soñar con que la balanza se incline hacia la emisión sin interferencias de radiofonías sintonizadas en algún canal remoto de la falacia pasajera del sentir.

Intentamos no desear querer, o querer no desear, con la impaciencia de quien teme que pedir sea demasiado inoportuno y que carezca de sentido. En manada, nos movemos hacia la posición más seriamente deliberada en un contexto equivocado y buscamos la llegada de victorias y trofeos a nuestro palmarés moral. Un palmarés débil y obsoleto, arcaico y desmantelado que carece ya de pilares sólidos a causa de la nula capacidad de autoanálisis. La ética, la anhelada ética, nos arrastra por el buen camino, derivado del indicado por folletos neojudaicos, impidiéndonos ver qué creemos o queremos en realidad, ni su porqué. Hemos perdido la capacidad de reconocer nuestras propias pulsaciones vitales y nuestra miopía nos impide ver el horizonte en medio de una cosmovisión cuya incorrección reside en el color de la tinta con la que ha sido dibujada.

Se erige como vil villano aquel que antes era un auténtico ejemplo a seguir. Como un criminal sin raciocinio alguno, ni humildad, con complejo de Dios y con un saco repleto de psicopatías. Su comportamiento y su forma de actuar van en contra de cualquier código ético. Mientras, ruedan las peticiones de borrado de esas imágenes junto a él de los archivos fotográficos de algunos medios para que la hipocresía disminuya (levemente, al fin y al cabo). Hasta que la condena pública no se manifiesta, los cortabacalaos saben esconderse en su caparazón.

En esta lucha de intereses que tan sólo pretende encontrar una cierta armonía entre anhelos y resultados, el problema, olvidándonos ya de ética y moral, reside en la anteposición de una de esas armonías por encima de la de millones, por mucho que cuente con los medios suficientes para mantener la situación desigual, si ninguno de esos que se llena la boca defendiendo unos determinados valores que en realidad permanecen en su cónclave oral para ser masticados y tragados, trata de impedirlo. Esa abstracta invención que resuena en los oídos de los que conforman dos visiones del ejercicio del vivir cual sinfonía, el yin y el yang, agoniza al verse reducida a cenizas, mas tiene el consuelo de saber que ha conseguido arder sin ser inflamable, mucho más de lo que podía haber imaginado antes de que los humanos perdiéramos el tiempo en disfrazar causas de justas y admirables.

El interés colectivo mueve a la masa hambrienta de villanos que un día asumieron el papel de líder, sabedores que no eran más que unos actores cuya única función era disfrazar la mano oculta de algo más etéreo que cualquier deidad y más propio de alguna visión paranoica del asunto que no deja de tener nombres y apellidos. Es incuestionable que su energía locomotora es admirable. Para mí y para millones de víctimas de la desgracia como yo. Porque por mucha vana palabra, cuestiono cuántos elegirían un camino diferente al tomado por ése que parece surgido del antiguo Força Barça de Alfons Arús. Lo único que nos o los diferencia de él es sólo el contexto y algunas determinadas elecciones y una cuestión física de posicionamiento de entes.

La representatividad vuelve a aparecer una vez más como ridícula y caduca, al menos en su rol actual, pero se sigue escondiendo detrás de problemas que parecen puntuales y residuales, apartados y aislados entre sí, consiguiendo convertir en genocidas a sus víctimas, cuando los hilos tan sólo los mueve ella. Acabará cediendo, como un ladrón de bancos, entregando al rehén de turno, guardándose en la manga los secretos del poder que le permite seguir escondida, invisible y anónima, y seguirá causando esa extraña grieta en el gaznate propia de cuando no aparece la forma de remontar un camino al final del cual se halla la causa primera. Más dramático aún es mantener la aprobación hacia la cada vez más incesante constancia de la prohibición. Conducimos por una carretera y de montaña y, por mucho que nos sea señalizada la posible caía de piedras y rocas, creemos que no lo harán a nuestro paso. Leyes que prometen un bien final no dejan de aparecer y esa época mejor que ha de llegar jamás lo hace, mientras la gaviota sobrevuela la Península ya en solitario con un cargamento de leyes de otro color pero con el mismo problemático trasfondo, prometiendo devolvernos lo que nos han quitado.


No está en mi poder saber si existe algún tipo de energía que regule los desbarajustes que surgen con el tiempo. La naturaleza, según dicen, es sabia y se encarga de eso, pero sería una ridícula forma de tirar de tópico admitirlo, o una excusa más para buscar sucesores o antecesores del mesías de turno. Otros hablan de karma pero tampoco pretendo hacer alusión a conceptos que me quedan grandes para dármelas de profundo conocedor de la cultura oriental y sonar un poco más exótico. Lo que sí que está claro es que lentamente se van encaminando los humanos, pese a las barreras que en su mente hay, hacia un planteamiento que les devolverá al camino correcto después de muchos siglos. Pronto ya nadie considerará como suyo lo que no lo es y cesarán las peleas por identidades que jamás hallarán, pues se habrá difuminado ya lo propio y lo ajeno en medio de esta interconexión que vivimos. La única alternativa, la última opción, será defender los colores de la propia patria, pero de la propia de verdad. Regresará la humanidad, escapando de su definición paternalista o filial, sin obstáculos que la frenen, ni tampoco miedos ni cobardías. La evolución, al fin y al cabo, se ha basado en eso y ha convertido el mundo en un vertedero lleno de moscas. Los instintos, algo que un animal jamás olvida por mucho que con los siglos haya aprendido a leer y a escribir, y que han sido exterminados, desapareciendo a su vez lo poco que nos conectaba al núcleo de este planeta, acabarán regresando en su dosis adecuada.
Desconozco si junto a ellos volverán los sueños, en busca y captura. Consiguieron fugarse junto a nuestras cuerdas vocales hace ya tiempo y provocaron que asumiéramos nuestro papel de atletas de una carrera de obstáculos seguros de estar capacitados para saltarlos una y otra vez sin cesar. Nadie recuerda que estamos aquí por otro motivo escondido detrás de tanta absurda complejidad, que más allá de nuestras pupilas no hay nada, pues la realidad es un ejercicio de introspección, una evidencia, una señal de retorno que ha de obligarnos a mirar hacia dentro y no hacia fuera. La unión no siempre crea al individuo. El individuo toma forma cuando consigue aislar la incógnita de la ecuación que lo compone. Sólo así consigue resolverla. Lo demás son bonitos discursos cuya belleza se basa en evocar conceptos que todos tenemos en la retaguardia propios de esa lista de palabras que suenan bien porque se las hemos sentido a no sé quién en la tele o las hemos leído en algún libro convertido en incunable para nosotros. La colectivización absoluta del individuo pues, es una vía más, pero no la única. Es el el anhelo de una generación que continúa odiándose a sí misma por haber estropeado el sueño de sus padres y haberlo convertido en la pesadilla de sus hijos.

lunes, 14 de febrero de 2011

AHORA TIENEN VOZ Y ROSTRO

Reuters

 En el inconsciente colectivo, como si hubiera algún recuerdo de otra época remota previa a nuestra vida, existe una inevitable atracción hacia esas grandes civilizaciones que han marcado el devenir del mundo hasta arrastrarlo a lo que es hoy en día. Como si algo, en nuestro interior, nos gritara a voces que un día le rezamos al dios Sol en la antigua ciudad de Tiwanacu, que pertenecimos a la civilización de Keops, que fuimos miembros de la Academia Platónica, que luchamos por un sueño llamado Roma de la mano de Julio César recorriendo las Galias, que formamos parte de esa cultura árabe que ocupó la Península, que recorrimos el mundo de la mano de Alejandro Magno, que descubrimos América implantando la civilización en aquellas malditas tierras llenas de salvajes (entrecomíllese cuando haga falta). Sentimos una inevitable atracción hacia todos aquellos que se han encargado de diseñar el pasado de nuestra especie y han creado, en cierta forma, un pasado nuestro pre-natal, un contexto histórico que acabó causando nuestro nacimiento en un momento determinado. Es por ese motivo que cuando observamos perplejos las pirámides de Egipto o cualquiera de los múltiples elementos que aún se conservan de esa enigmática cultura, no podemos evitar pensar que algo de nosotros allí queda, algún resto prácticamente imperceptible, alguna esencia oculta que ahora forma parte de nuestra alma. Cuando vemos esos paisajes de ensueño y percibimos el tacto de un atardecer mágico más propio de otro mundo que del que ahora consideramos como nuestro, nos vienen a la cabeza demencias seniles de otra época, atracciones ocultas e incomprensibles hacia una religión exótica que nos hace recuperar la fe que perdimos en un cristianismo ya enterrado, pues parece ocultar alguna gran verdad que nosotros desconocemos, o que se ha escapado a lo largo de los siglos de la mano de una humanidad maltrecha y destructiva. Quizás sólo sea una vana intuición y nada más, propia de nuestra afición por lo misterioso y lo oculto y de esa creencia que nos lleva a considerarnos capaces de conseguir un conocimiento absoluto, estigmatizados aún por concepciones filosóficas que equipararon las ideas y el conocimiento a objetos tangibles que pululan por otro mundo. Es por ese motivo que, para Occidente, Egipto era, hasta hace poco, el lugar aquel de las pirámides y poco más. Sus habitantes eran meros receptores del turismo, simples comerciantes del pasado, de una cultura que al menos les servía para darles algo que llevarse a la boca y de la que ya no quedaba nada en ellos. Sus habitantes no tenían ni ojos, ni rostro, ni voz. Su día a día se basaba en imposiciones derivadas de la posibilidad inexistente, amputante de esperanza por esa maldita incapacidad de encontrar la felicidad. La mirada perdida de ese egipcio nativo de cualquier pueblucho, cuyo nombre nos interesaba realmente poco, y totalmente sumido en la pobreza, parecía necesitar ese toque de mendicidad para ser más enigmática y dramática y aumentar mínimamente su escaso atractivo. Egipto era, hasta el 25 de enero de este mismo año, un país atrapado en el pasado, puesto en pausa, sin personas ni personalidad, dispuesto a recibir a todo aquel que quisiera presumir ante su gente de exotismo colgando en Facebook imágenes diferentes a las de los demás, porque es realmente difícil encontrar a alguien que tenga una foto de perfil delante de las pirámides hoy en día. Pero en Egipto nadie residía, nadie vivía, e incluso más valor tenía montar en camello durante ese maravilloso viaje turístico que conocer a las personas que allí habitaban. Y es que allí, el color de la ausencia y de la pobreza conjuntaban con el de la arena del desierto.

Sin embargo, el Día de la Ira, e inspirado por sus hermanos tunecinos, el pueblo egipcio enseñó sus ojos, su rostro y gritó a viva voz a los ojos y a los oídos del mundo, iniciando un proceso que ha llevado a su máximo dirigente a marcharse del país. Ahora todos lo admiramos. Todos apoyamos su causa y la hacemos prácticamente nuestra cuando hace apenas un mes no conocíamos su situación y nos daba absolutamente igual. El pueblo egipcio ha luchado y ha peleado, algo que muchos aún esperamos que pase en otros lugares más cercanos y que es motivo de admiración y de sana envidia y, aunque no se sepa por cuánto tiempo, ha materializado el lejano y utópico concepto de la libertad. Seguirán con una rutina que esperan se acerque más al modelo de día a día que pretenden, pero lo cierto es que ahora nadie sabe qué sucederá, qué será de ellos. Con el tiempo dejaremos de poner el freno en nuestra vista cuando leamos o escuchemos algo relacionado con ese país. Quizás su situación apenas cambie y deban volver a luchar, aunque la unión siempre es vulnerable a la división y tiende a ella peligrosamente, estropeando un mensaje claro, conciso y con voces dispuestas a proclamarlo. Quizás antes de que sean conscientes sólo queden cuatro gatos dispuestos a pelear. Pero el pueblo egipcio, de momento, ha mostrado indicios de no dejarse engañar y de tener claro el fin y la forma de actuar, convirtiendo en sencillo algo que hoy en día pocos países son capaces de hacer. Le ha demostrado a Occidente y a su estudiada cruzada que el pueblo árabe no sólo está formado por enfermos y psicopátas religiosos, por kamikazes que defienden la religión hasta la muerte, que han perdido cualquier resto de humanidad y civismo, ni por mujeres atrapadas en un pasado que se difumina con su presente, atadas de pies y manos a hombres y ocultas tras un manto de represión y machismo. El pueblo egipcio le ha demostrado al mundo que el cambio es posible si de verdad se tiene claro el motivo y se está dispuesto a hacer todo lo que haga falta por él, si se deja de un lado el conformismo y el absurdo politiqueo que ha olvidado su finalidad y ha convertido a quiénes forman parte de su mundo en gigantes colosales aislados del resto de la sociedad.

Y aunque se pierdan, con el tiempo, la mayoría de elementos que han configurado esta revolución, recordaremos siempre que tuvieron valor suficiente para llevarla a cabo y oiremos, durante mucho tiempo, el eco de sus gritos clamando libertad, y les agradeceremos el hecho de haber recuperado la fe en la unión de dos elementos que tienden últimamente a ir por separado: voz y pueblo.

domingo, 6 de febrero de 2011

LIBERTAD ES SINÓNIMO DE OLVIDO

Fotografía: FosyPhoto, Gloobal Club Sabadell

















Había un lugar donde aún se podía ser libre. Quizás por ese hecho, y por lo que asusta a una sociedad actual que no está acostumbrada a observar la libertad en estado puro dada la situación de limitaciones en la que se encuentra, era acusado por la multitud, ajena a su existencia y muy dada a opinar alegando un profundo conocimiento de la causa cuando en realidad derivan sus opiniones de rumores y creencias aún más desgastados. Pero simplemente era un lugar ajeno, una comunidad apartada del mensaje establecido por las imposiciones de nuestros padres políticos, un sitio donde el bien y el mal se quitaban la máscara que algunos han querido colocarles y se olvidaban de su estipulada apariencia. Allí la humanidad era libre. ¿Desagradable, violenta, drogadicta? Eso ya es asunto del juicio de cada uno, aunque la respuesta a esta pregunta sorprendería por lo contradictorio con su fama. La gente, simplemente, actuaba tal y como era, no como le decían que fuera. Quizás se tratara de uno de los mayores drogaderos del Vallès Occidental y alrededores. Eso ya es otro asunto. Pero la de drogarse era la elección de cada persona que allí asistía. Una elección vital propia que nacía de la libertad de cada individuo a hacerlo o no. Quiénes allí asistían tenían claro que la libertad no consiste en elegir entre las pocas opciones estipuladas que existen. No. La libertad no es hacer lo correcto, ni hacer lo bueno. La libertad es valorar si lo bueno y lo malo realmente lo son, y decidir de forma individual qué camino adoptar. Pero no consiste en tachar algo como estigma e impedir a la sociedad su uso por puro paternalismo dictatorial. Hablo de la libre elección de cada uno. Hablo de una palabra tabú en el mundo en el que vivimos, que asusta por igual a quiénes ordenan como a quiénes reciben sus órdenes: elegir. Ayer, 200 mossos d'esquadra se encargaron de cumplir las órdenes de otros, que además cuentan con el apoyo mayoritario de una población manipulable, para invadir ese lugar apartado de una ley que muchos rechazan por pura incomprensión: Gloobal Club Sabadell.

Anónimo, Gloobal Club Sabadell

Y a bocados, siguen comiéndose la libertad del pueblo. Esa libertad por la que luchan los tunecinos y los egipcios a base de revueltas que creemos ajenas a nosotros por tratarse de una causa que ya defendimos en su día y que nos llevó a ser libres de forma exitosa, sin darnos cuenta de que el problema sigue aún disfrazado. Pero esta es la historia de siempre. Pequeñas leyes y actos, que van pellizcando el libre albedrío del ciudadano yprograman su futuro y le acortan el margen de actuación, siguen apareciendo. Pequeñas decisiones que se engloban en una línea de actuación que preocupa, que empequeñecen a su vez el poder del habitante de este país. Seguiremos aguantando absurdos spots de patriotismo que sólo buscan englobar al pueblo en una causa inútil, que pretenden causar identificación y unión en la gente, que pretenden que nos llenemos la boca hablando de todo lo que tenemos y de lo que podemos presumir. Buena táctica para una época en la que tenemos realmente poco y en la que destacamos por todo aquello de lo que carecemos. Y es que la identificación no se busca con un vídeo de un minuto que trate de agujerear la capa emocional del individuo y que consiga cuatro bellos erizados. La identificación se busca escuchando a la gente, conociendo lo que quiere, entendiéndola y no creyendo poseer el poder suficiente como para saber lo que quiere mejor que ella. Ahí radica el problema de la política. Y así es como esa identificación no existe, pues muere cuando nace la imposición. Cuando el camino del destino se convierte en una carretera asfaltada de un solo carril que impide salir de allí y tomar otra dirección. Eso deslegitima cualquier decisión, cualquier ley y sólo consigue provocar que la libertad muera, en este genocidio de opciones y oportunidades alternativas en el que parece que vivimos.

No, esta no es una elegía a la drogadicción. Simplemente lo es a la libertad de ejercer esa opción individual, como cualquier otra, por parte de aquéllos que lo crean conveniente. A nadie afecta, tan sólo a ellos. Qué menos que puedan hacerlo si así lo creen adecuado.