Fulminaría a cualquiera que le dijera que la traición de la aguja de su reloj, causada por la ambición de arañarle dos minutos al tiempo, carece de importancia. Mataría, con esa mirada quieta y silenciosa propia de la candidez típica de su edad, a quien le dijera que no tiene sentido indignarse porque un reloj vaya avanzado dos minutos. Quizás, cuando el tiempo ya le haya borrado cualquier indicio de vitalidad, se abochorne, al reseguir la línea que dejaron sus pasos en su pasado, y la profunda huella que en ocasiones selló su rastro, causada por una estancia demasiado prolongada en ciertos parajes. Y es que si tuviera diez años más, alejaría de su cabeza planteamientos semejantes a los que ahora acechan agujerear su cráneo, y no perdería demasiado tiempo en expandirlos en forma de cábalas sin solución ni consuelo. Tan sólo reajustaría el minutero calcando la hora de cualquier otro reloj que gozara de mayor salud y pasearía su languidez por otros asuntos que no por ser más comunes y trascendentes serían más inquietantes. O quizás, en un acto de gran atrevimiento, viviría calculando esos dos minutos de diferencia constantemente, durante cada acto de su vida en el que su vista requiriera estamparse contra su reloj buscando el consuelo de haber ralentizado sus agujas y haberle ganado la partida. Pero ahora, aunque le abriga la amplitud de la distancia respecto a la soledad del desconsuelo, vive con el pesar de estar anticipándose indebidamente a los hechos, con un miedo al futuro propio de quien aún tiene demasiado que devorarle al presente. Y es que, aunque antes de que se dé cuenta echará de menos esa apacible sensación que tienen los humanos durante su estado embrionario, apenas ha empezado a vivir y algo en su interior ya le grita que cada minuto es lo único que le pertenece. De hecho, pocas veces estará tan seguro de eso como ahora. Con el tiempo aprenderá que poco sabemos de los recuerdos y de la huella que dejan en el núcleo del corazón, y sabrá que acaban convirtiéndonos en una figura invisible paralizada por el miedo a no volver a sentir. Sólo sirven para rellenar las páginas de un libro que jamás será ya releído y que no volverá a sentir el tacto de la tinta si se prescinde de prolongarlo. El pasado posee esa enigmática esencia capaz de paralizar los sentidos para impedirles evolucionar.
Aún no ha aprendido a percibir el acechante tic-tac que a los demás rodea y que rellena gustoso de miedo demoníaco la oscuridad de la noche vacía durante esos momentos en los que el sueño y la vigilia juegan a morderse la cola. Ese tic-tac forma parte de él mismo hoy y le acompaña en la magia de un tiempo que aún no comprende pero que siente arder en su aorta como si lo fuera a diluir en mil partículas en cualquier momento. Hace que sienta la necesidad de arrastrar la cara por cada minuto que ante él se pasea para convertirlo en un recuerdo, tal vez innecesario en su presente, que le acabará resultando imprescindible durante esos días futuros en los que su alma no sepa dónde anclar.
Del futuro poco sabe. No es capaz de imaginar que, más allá del horizonte, existe un mundo que él sólo percibirá, ya adormilando, cuando aquello en lo que se haya convertido se arrastre hacia allí. Porque cuando lo haga, será otra persona, con el mismo mar en los ojos, aunque quizás por entonces el agua se haya comido parte de la playa. Quizás no se parezca en nada a aquel que se encargó de dar origen a las aspiraciones que le llevarán a ser un habitante del futuro. Sabe que la vida es un continuo ahora o nunca, aunque con los años esa seguridad se pierda y sólo quede su tremenda ausencia acompañada de ese vivir para el futuro constante y una visión del presente efímera y segmentada. Acabará dándose cuenta de que muchos se llenan la boca o la piel de palabras vanas y de tinta apologizando a un ‘carpe diem’ vacío que carecerá de sentido en bocas que jamás lo habrán sentido dentro.
Para él, que acaba de abrir los ojos, no existe ningún final, ni una concepción de su futura presencia, aunque algo le diga que se encuentra en una cuenta atrás. Aún está a salvo del miedo, que en él aparecerá, y del comercio de almas al que se dedica. Tiene todo por hacer, por muy reducido que sea su coto de caza. Acabará aprendiendo a aumentar sus dimensiones y a adentrarse en experiencias que ahora relega a la mendicidad a causa de los prejuicios que le han transmitido por el cordón umbilical. Entenderá los elementos que componen la difusa inexistencia tras analizarlos y los incorporará como crea conveniente a su historial vital.
Aún no sabe que poco a poco cambiará, por la propia idiosincrasia de la transmisión de sonrisas de plastidecor, y que dará el paso fundamental, en el que deberá comprar un modelo de vida caduco e incoherente que le llevará a temerle al mismo tic-tac del que antes se apropiaba y de cuya efervescencia se enorgullecía. Le temerá a ese tic-tac que acompañará al deglutir de facturas por parte de su conciencia, y al olor metálico de la sangre que brotará del cajero automático cuando se encapriche con no escupir más billetes. Odiará el tic-tac funesto que sigue a un golpe en la puerta, y el que le acompañará en su posterior arrepentimiento. Lo maldecirá cuando se encuentre escondido detrás del pitido impertinente de un tren o de un claxon de coche. Matará por introducirlo de nuevo en su interior para que lo alimente a él y no al acto final de su existencia. Acabará odiando ese tic-tac incómodo de las funerarias, cuando las pasiones ya han sido vomitadas y quedan de forma residual, y también odiará el dolor que se decida a interrumpirlo. Convivirá, ya al final, con ese tic-tac de nuevo, pero esta vez paralizado en un segundo a merced de la eternidad que ya no tendrá fuerzas ni ganas de prolongarse y dejar paso al siguiente.
Con el tiempo, si no adquiere poderes camaleónicos, sufrirá continuamente el tortazo en la cara de ese tic-tac, y sentirá la rabia que nace de las mejillas cuando se ven magulladas incomprensiblemente una y otra vez. Sólo le quedará saber desglosar la realidad. Así conseguirá que ese tic-tac vuelva a arderle dentro hasta que la muchedumbre encarcelada alce las armas para eliminar todo aquello que lo convierta en diferente a ellos, sin saber que el culpable no es él, sino el hechicero disfrazado de padre que les vendió las armas.
Hoy muchos darían lo que fuera por esa sensación que les han robado sin saber cómo y que les ha convertido en peones de calle cuyo sinsentido vital permanece latente pero escondido en esperanzas de cristal. Siempre nos quedarán los sempiternos descubreaméricas y sus respectivos compramotos que seguirán creyendo que la vida, que tantos millones de páginas ha sido capaz de rellenar aportando nuevos matices en cada una, es esa aburrida mierda que están viviendo. Creerán que es eso. Pero sólo lo creerán. Algún día quizás se den cuenta de que creer no es un buen compañero de vivir, y que si de verdad estuvieran haciéndolo jamás hubieran tenido algo tan claro.