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En el inconsciente colectivo, como si hubiera algún recuerdo de otra época remota previa a nuestra vida, existe una inevitable atracción hacia esas grandes civilizaciones que han marcado el devenir del mundo hasta arrastrarlo a lo que es hoy en día. Como si algo, en nuestro interior, nos gritara a voces que un día le rezamos al dios Sol en la antigua ciudad de Tiwanacu, que pertenecimos a la civilización de Keops, que fuimos miembros de la Academia Platónica, que luchamos por un sueño llamado Roma de la mano de Julio César recorriendo las Galias, que formamos parte de esa cultura árabe que ocupó la Península, que recorrimos el mundo de la mano de Alejandro Magno, que descubrimos América implantando la civilización en aquellas malditas tierras llenas de salvajes (entrecomíllese cuando haga falta). Sentimos una inevitable atracción hacia todos aquellos que se han encargado de diseñar el pasado de nuestra especie y han creado, en cierta forma, un pasado nuestro pre-natal, un contexto histórico que acabó causando nuestro nacimiento en un momento determinado. Es por ese motivo que cuando observamos perplejos las pirámides de Egipto o cualquiera de los múltiples elementos que aún se conservan de esa enigmática cultura, no podemos evitar pensar que algo de nosotros allí queda, algún resto prácticamente imperceptible, alguna esencia oculta que ahora forma parte de nuestra alma. Cuando vemos esos paisajes de ensueño y percibimos el tacto de un atardecer mágico más propio de otro mundo que del que ahora consideramos como nuestro, nos vienen a la cabeza demencias seniles de otra época, atracciones ocultas e incomprensibles hacia una religión exótica que nos hace recuperar la fe que perdimos en un cristianismo ya enterrado, pues parece ocultar alguna gran verdad que nosotros desconocemos, o que se ha escapado a lo largo de los siglos de la mano de una humanidad maltrecha y destructiva. Quizás sólo sea una vana intuición y nada más, propia de nuestra afición por lo misterioso y lo oculto y de esa creencia que nos lleva a considerarnos capaces de conseguir un conocimiento absoluto, estigmatizados aún por concepciones filosóficas que equipararon las ideas y el conocimiento a objetos tangibles que pululan por otro mundo. Es por ese motivo que, para Occidente, Egipto era, hasta hace poco, el lugar aquel de las pirámides y poco más. Sus habitantes eran meros receptores del turismo, simples comerciantes del pasado, de una cultura que al menos les servía para darles algo que llevarse a la boca y de la que ya no quedaba nada en ellos. Sus habitantes no tenían ni ojos, ni rostro, ni voz. Su día a día se basaba en imposiciones derivadas de la posibilidad inexistente, amputante de esperanza por esa maldita incapacidad de encontrar la felicidad. La mirada perdida de ese egipcio nativo de cualquier pueblucho, cuyo nombre nos interesaba realmente poco, y totalmente sumido en la pobreza, parecía necesitar ese toque de mendicidad para ser más enigmática y dramática y aumentar mínimamente su escaso atractivo. Egipto era, hasta el 25 de enero de este mismo año, un país atrapado en el pasado, puesto en pausa, sin personas ni personalidad, dispuesto a recibir a todo aquel que quisiera presumir ante su gente de exotismo colgando en Facebook imágenes diferentes a las de los demás, porque es realmente difícil encontrar a alguien que tenga una foto de perfil delante de las pirámides hoy en día. Pero en Egipto nadie residía, nadie vivía, e incluso más valor tenía montar en camello durante ese maravilloso viaje turístico que conocer a las personas que allí habitaban. Y es que allí, el color de la ausencia y de la pobreza conjuntaban con el de la arena del desierto.
Sin embargo, el Día de la Ira, e inspirado por sus hermanos tunecinos, el pueblo egipcio enseñó sus ojos, su rostro y gritó a viva voz a los ojos y a los oídos del mundo, iniciando un proceso que ha llevado a su máximo dirigente a marcharse del país. Ahora todos lo admiramos. Todos apoyamos su causa y la hacemos prácticamente nuestra cuando hace apenas un mes no conocíamos su situación y nos daba absolutamente igual. El pueblo egipcio ha luchado y ha peleado, algo que muchos aún esperamos que pase en otros lugares más cercanos y que es motivo de admiración y de sana envidia y, aunque no se sepa por cuánto tiempo, ha materializado el lejano y utópico concepto de la libertad. Seguirán con una rutina que esperan se acerque más al modelo de día a día que pretenden, pero lo cierto es que ahora nadie sabe qué sucederá, qué será de ellos. Con el tiempo dejaremos de poner el freno en nuestra vista cuando leamos o escuchemos algo relacionado con ese país. Quizás su situación apenas cambie y deban volver a luchar, aunque la unión siempre es vulnerable a la división y tiende a ella peligrosamente, estropeando un mensaje claro, conciso y con voces dispuestas a proclamarlo. Quizás antes de que sean conscientes sólo queden cuatro gatos dispuestos a pelear. Pero el pueblo egipcio, de momento, ha mostrado indicios de no dejarse engañar y de tener claro el fin y la forma de actuar, convirtiendo en sencillo algo que hoy en día pocos países son capaces de hacer. Le ha demostrado a Occidente y a su estudiada cruzada que el pueblo árabe no sólo está formado por enfermos y psicopátas religiosos, por kamikazes que defienden la religión hasta la muerte, que han perdido cualquier resto de humanidad y civismo, ni por mujeres atrapadas en un pasado que se difumina con su presente, atadas de pies y manos a hombres y ocultas tras un manto de represión y machismo. El pueblo egipcio le ha demostrado al mundo que el cambio es posible si de verdad se tiene claro el motivo y se está dispuesto a hacer todo lo que haga falta por él, si se deja de un lado el conformismo y el absurdo politiqueo que ha olvidado su finalidad y ha convertido a quiénes forman parte de su mundo en gigantes colosales aislados del resto de la sociedad.
Y aunque se pierdan, con el tiempo, la mayoría de elementos que han configurado esta revolución, recordaremos siempre que tuvieron valor suficiente para llevarla a cabo y oiremos, durante mucho tiempo, el eco de sus gritos clamando libertad, y les agradeceremos el hecho de haber recuperado la fe en la unión de dos elementos que tienden últimamente a ir por separado: voz y pueblo.