Jamás tuvieron alas. Ni siquiera se lo plantearon. Tampoco sabrían definir qué es lo que ellos hacen. Pero vuelan. Podrán vanagloriarse por siempre de haber disfrutado del placer exquisito que nace de la caricia de una nube aterciopelada. No los culpo por ello. O quizás sí. Mientras trato de dejar de autoconvencerme y llegar a mi verdadera conclusión, por muy escondida que esté, yo, como mundano habitante de la nada, trataré de sacar las fuerzas suficientes que le permitan a mi mano seguir sujetada a mi pecho, gesto que prudentemente repito con frecuencia por miedo a que en el momento más inesperado mi corazón caiga al vacío y acabe incrustado en alguna parte desagradable de mi cuerpo cuyo nombre seguramente desconoceré. Y por ahí, queriendo ser escuchados, corretean lamentos y morales que tratan de explicarme lo típico que es lo que nace de mí, y en su propia inocencia se diluirán, pues lo que nace de mí es lo que me da la vida, mi vida, por muy común que fuere en otros habitantes de la nada, cuya vida, por muy respetable o no que sea, será una mera gota de agua que, al caer en cualquier charco abandonado de mi memoria, desaparecerá para siempre, quizás dejando alguna onda que se expandirá, sin que este hecho tenga mayor importancia en mi firmamento.